Moises, La Trascendencia
Monte Sinaí, 1225 a.C.
Nadie le había seguido hasta allí, sólo ella. Se llamaba Sarah y aunque contaba quince años, era atrevida, valiente como un hombre y admiraba a Moisés, el venerable caudillo que había conseguido sacar a su pueblo del cruel cautiverio de los faraones egipcios. Sin embargo Sarah había sido feliz en Egipto, donde vivía en una hermosa casa con sus padres y hermanos, porque a ella no la habían tratado como a los demás esclavos, sino como parte de la familia y porque allí había conocido a Randú, el hijo del amo.
En realidad puede decirse que había crecido con él. Los dos habían convertido sin darse cuenta sus juegos infantiles en juegos de amor y aunque ambos eran conscientes de que aquel sentimiento no debía existir entre ellos, no podían dejar de amarse. Sarah le había seguido hasta lo más alto del monte Sinaí, para poder hablarle a solas. Moisés era tan compasivo que siempre tenía una palabra de consuelo para todos y un consejo de padre, por eso siempre estaba rodeado de su gente y era muy difícil encontrarle solo.
Hacía semanas que espiaba todos sus pasos, esperando encontrar el momento en que pudiera dirigirse a él sin ser escuchada por nadie. Y así descubrió que cada día, muy temprano, cuando el sol aún no se había levantado en el horizonte, Moisés se encaminaba hacia lo alto de monte Sinaí para orar en soledad. Era su hora de conversación con Yhavé y nadie había osado nunca molestarle, solo ella, Sarah. Se había debatido consigo misma durante mucho tiempo, hasta llegar a tomar esta decisión. Sabía que aquello iba en contra de su religión y de su mismo pueblo, pero también sabía que Moisés podía, con toda su sabiduría y su bondad, comprender la llamada de su joven amor y que esta llamada era tan fuerte que Sarah debía seguirla. Todavía era de noche, pero las estrellas comenzaban a palidecer.
Él iba delante, tropezando de vez en cuando con su larga túnica y enjugándose el sudor del esfuerzo sobre la frente con el dorso de la mano y ella iba detrás, esbelta y ágil, brincando mas que caminando, el cabello oscuro cayendo recogido en dos largas trenzas sobre la cintura de junco, escondiéndose tras las rocas cada vez que él se detenía a descansar, con miedo de que mirarse atrás y la descubriese. Cuando al fin Moisés llegó a la cumbre, el sol ya comenzaba a iluminar la línea del horizonte del desierto. A sus pies se extendían las tiendas de campaña donde dormían los hijos de Israel sus sueños de esperanza..
Observó en silencio como se detenía y se hincaba de rodillas con el rostro mirando hacia lo alto y ella respetó en muda veneración la oración del santo varón. Sarah era consciente de lo mucho que había sufrido su pueblo hasta que Moisés se convirtió en su caudillo y su guía. Durante generaciones los israelitas habían errado nómadas de un lugar a otro, hasta que Abraham recibió la revelación de Dios, entonces sus sucesores, se instalaron en el Delta del Nilo, donde el faraón les ofreció establecerse y se difundieron con el pueblo egipcio sin mezclarse con ellos, conservado sus costumbres y creencias. Pero los judíos proliferaban en un número alarmante y los egipcios comenzaron a estar temerosos.
Siglos más tarde comenzaron a ser perseguidos y esclavizados por ellos hasta el punto que el Faraón ordenó la muerte de los varones judíos recién nacidos. Para salvarle de la matanza, Moisés fue abandonado en el Nilo por su propia madre. Tenía tres meses de edad y fue encontrado por la misma hija del Faraón, que quedó maravillada de su hermosura y resolvió salvarle. Pero aunque fue educado en la corte no le fue ocultado su origen y nunca olvidó a sus hermanos israelitas. Le habían contado que en su juventud fue involucrado en el asesinato de un egipcio y se vio forzado a ocultarse. Tras cuarenta años de permanencia en el desierto apacentando ganado, escuchó el mensaje del Señor y compadecido de la suerte de su pueblo, logró sacarlos de su cautiverio, dirigiéndose al mar Rojo cuyas aguas se apartaron milagrosamente a su paso. Sarah había presenciado el milagro. Moisés extendió su brazo hacia el mar y un viento impetuoso dividió las aguas quedando contenidas a derecha e izquierda, permitiendo así que los israelitas pasaran por medio de ellas. El ejército egipcio que iba en su persecución, se precipitó sobre ellos, pero Moisés había tendido de nuevo su brazo al mar y el ejército del Faraón quedó sepultado bajo las aguas. Después de aquello todos creían en él y todos le seguían sin cuestionarse nada, guiados por la gran Fe que emanaba del sucesor de Abraham. Todos menos Sarah. Ella había sido sacada de Egipto a la fuerza, dejando tras de si a Randú, su amor, que permaneció observando su partida sin poder hacer nada para evitarlo. La muchacha le había hecho saber con su mirada que volvería y él leyendo su mensaje, le había contestado también con sus ojos que siempre estaría esperándola.
De pronto, algo la sacó de sus pensamientos. Era una gran luz que parecía surgir del lugar donde se dirigía la mirada de Moisés en oración y Sarah advirtió enseguida de que era distinta a la claridad del amanecer. Más que luz parecía una fuerza, como el estallido de un rayo, pero no quemaba, solo hacía que todo resplandeciese. Sus mismos vestidos, a la vez que sus manos y sus piernas, parecían iluminados y el propio Moisés, inmóvil como una estatua resplandecía. Sin embargo no sintió miedo, sinó que una profunda paz la invadió. Era un sentimiento extraño, distinto a ningún otro antes experimentado, algo que la alejaba de su propio Yo para conectar con todo lo que la rodeaba. Hasta el tiempo parecía haberse detenido, como si Moisés, ella y la misma montaña, formasen parte de la Eternidad. Y ya no tenía miedo de que él la viera, ni siquiera se ocultaba ante su vista, porque lo único importante en aquel momento era el mismo momento en si, que lo abarcaba todo: el presente, el pasado y el futuro.
Cerró los ojos, incapaz de soportar más aquella fuerza luminosa. Cuando volvió a abrirlos, Moisés tenía dos grandes tablas de piedra en ambas manos y la luz había desaparecido. En su lugar se asomaba tímidamente el sol detrás de unas nubes, como asombrado también de lo que acababa de presenciar. Tuvo el convencimiento de que lo que había escrito en las tablas de piedra, era la ley que Dios había anunciado a su pueblo desde la antigüedad y comprendió que debía abandonar aquel lugar y dejarle solo. Después de lo sucedido en el monte ya no se atrevería a hablarle, su amor por Randú, que antes le parecía tan grande, era ahora pequeño, porque aquel amor humano no era mas que un reflejo del gran Amor Universal. Y Sarah se dio cuenta de que Dios sabía que ella también estaba allí y que al igual que a Moisés, le había hablado. Aunque nadie lo sabría nunca, ella también había sido elegida por Él.
Lentamente fue bajando la montaña, dejándole tras ella, en la misma posición en que lo había visto por última vez. Ya no volvería jamás a Egipto. Yahvé le había pedido que permaneciera junto a su pueblo y a éste le pertenecería en cuerpo y alma, en la vida y en la muerte.
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