Carmen, La Videncia

Los Gitanos, España 1750 d.C.

Libres de preocupaciones en un mundo abrumado de ellas, los gitanos recorrían España montados en sus desvencijados carros. El colorido de sus trajes abigarrados destacaba el moreno de su piel que parecía copiar el tono de las aceitunas y sus ojos oscuros como noche sin luna, parecían siempre escudriñar el horizonte anhelando nuevos lugares a donde partir.

Dotados de un espíritu vivo, amaban su independencia más que la propia vida, diciendo la buenaventura o actuando de juglares en los pueblos por los que pasaban en su constante deambular, suscitando a su paso la desconfianza y a la vez la curiosidad propia de toda gente de aspecto lengua y costumbres extrañas. Creían que procedían de Egipto, de donde derivaba su nombre, egipcianos, aunque algunos  pensaban que eran una raza maldita, creada del cruce entre los moros y los  judíos emigrados de España durante el tiempo de las persecuciones, pero, aunque nómadas y apátridas, conservaban una unidad propia e incluso elegían sus mismos reyes.

Los hombres eran fuertes y robustos y las mujeres bonitas y entre ellas se destacaba Carmen, una joven gitana que caminaba ágilmente entre las carretas.

Esbelta como una gacela, la blanca blusa anudada a la cintura de junco parecía ceñir sus senos de virgen como una segunda piel y la falda de lunares agitaba alegremente sus volantes al compás de sus pies descalzos. Hablaba animadamente y mientras lo hacía acompañaba a sus palabras con rápidos gestos y siempre daba grandes rodeos para explicar cualquier idea por simple que esta fuese. En su expresivo rostro estrecho y alargado, destacaba una nariz afilada y una boca extraordinariamente roja y pequeña, como un clavel flor. Amaba el baile, el canto y los juegos y odiaba el esfuerzo de cualquier trabajo, el cual, como la mayoría de sus hermanos de raza, evitaba siempre que era posible.

Los gitanos habían recorrido muchas leguas. Y aunque su vida era un continuo deambular, comenzaban a sentirse cansados del camino. Aquel día y ante la vista del pueblecillo que se divisaba  a lo lejos decidieron acampar por un tiempo indefinido…

os acomodados terratenientes que regresaban a la aldea aceleraron el trote de sus caballos al pasar por delante del campamento. Al verlos sintieron miedo y desprecio porque ellos ni siquiera consideraban a los gitanos como un pueblo diferente, sino simplemente malas gentes que vivían separadas de los demás, entregados al pillaje y a la mendicidad. Un nido de ladrones y asesinos.

Cuando llegaron al pueblo los dos hombres se apresuraron a convocar una reunión de vecinos honorables para ponerles al corriente de la alarmante proximidad de la banda de indeseables.

. – Aprovechan todas las perversas inclinaciones de la Humanidad. – dijo el propio alcalde ante todos los reunidos en la Plaza mayor. – Dicen la buenaventura, roban niños, engañan en el precio de los animales que compran y venden y prefieren  el  robo a la limosna. –

No tardaron en ponerse todos de acuerdo, nadie iba a consentir que aquellos huéspedes ociosos y repugnantes se acercasen al pueblo. Todos los vecinos recordaban que la última vez que lo hicieron habían desaparecido gallinas en los corrales, víveres en las paradas del mercado y también algunas bolsas de transeúntes distraídos. Incluso un niño, hijo de una pobre viuda, desapareció también del lugar después de su partida y a pesar de buscarlo por todas partes nunca fue encontrado.

Mientras se hablaba de tomar medidas rápidas y radicales, los gitanos ajenos a lo que acontecía, habían levantado el campamento y se disponían a pasar la noche dentro de sus tiendas. En cuanto el alba comenzase a apuntar en el horizonte se dirigirían al pueblo cargados con sus cestos y canastas de pita y de junco para venderlos en el mercado.

Hacía tanto tiempo que viajaban que sabían muy poco de las nuevas disposiciones del gobierno: Ante la resistencia tenaz que los gitanos oponían al abandono de su género de vida errante y marginal y a instancias de marques de la Ensenada, el rey Fernando VI había firmado un decreto ordenando que abandonasen sus trajes, sus costumbres y lenguaje y fueran conducidos a los presidios, fortalezas, arsenales y galeras para que, con su trabajo forzoso, contribuyeran a fomentar las riquezas de España. No se hallarían reparos en separar a las mujeres de sus maridos. Sólo a los niños menores de 7 años se les permitiría quedarse con sus madres. Los que escapasen serían marcados con un sello ardiente y los reincidentes serian ejecutados.

armen no podía dormir aquella noche, silenciosamente había abandonado su lugar en el lecho familiar, que compartía con sus padres y sus cuatro hermanos menores y había salido fuera de la tienda. En el cielo la luna era tan clara, que iluminaba el camino casi como si fuese de día y los tejados del pueblo a lo lejos, parecían estar hechos de luz. Se sentó sobre la hierba que resplandecía y se dejó envolver por la magia de la noche.

Había nacido sabiendo que su pueblo era diferente a los demás y estaba acostumbrada a ser mirada con desprecio por todos los lugares donde pasaban, sin embargo, a ella eso poco le importaba porque la familia era y sería siempre toda su vida y su propio mundo. Pensó que pronto sería una mujer casada, pues estaba prometida a Manuel desde su nacimiento y ya tenía 15 años. Se sentía feliz porque estaba enamorada del gitano que sus padres le habían destinado para marido y estaba segura de que él la correspondía, lo había leído en las estrellas.

 Se había conservado pura para su hombre, al que sería fiel hasta la muerte y amaría a sus hijos como sus padres la habían amado a ella. Pero hoy no podía pensar en Manuel. Un temor extraño y desconocido parecía agarrar

poco sus entrañas impidiéndole sumergirse en el embrujo de la noche.

De pronto miró las palmas de sus manos. Carmen leía en sus líneas y predecía el futuro de los demás, pero aquel día sus manos parecían tener vida propia. Las contempló largo rato iluminadas por la brillante luz de la luna llena. Podía escuchar su voz en el latido de su propia sangre. Y esta voz decía: No vayas al pueblo mañana, Carmen, avisa a los tuyos y huye lejos de aquí, hacia nuevas tierras. La muerte te espera al otro lado del camino.

Se incorporó asustada, debía despertar a todo el campamento, todos debían saber el aviso que ella había recibido del destino.

Comenzó a gritar para alertar a su gente, rápidamente todos fueron saliendo de sus tiendas alarmados. El silencio de la noche se vio truncado por los llantos de los niños y los gritos de las mujeres, mientras los hombres cogían sus estacas y sus fusiles, pronto hicieron un corro a su alrededor…

Carmen había heredado sus dotes de su abuela. La anciana le enseñó todo cuanto ella sabía en el arte de adivinar el futuro y la fortuna por medio de las rayas de la mano y de la observación de la fisonomía. No era la primera vez que las predicciones de la gitana se cumplían, por eso una vez la hubieron escuchado, silenciosamente y con rapidez fueron deshaciendo el campamento entre todos…

A la mañana siguiente, cuando los hombres del pueblo armados hasta los dientes y con las autoridades a la cabeza se dirigieron al lugar donde los gitanos habían pasado la noche, solo encontraron unas cuantas huellas de las ruedas de sus carros en el camino y la hierba tronchada por el peso de sus tiendas. Los gitanos estaban ya muy lejos de allí.

Nadie se explicó lo repentino de su marcha, ni nadie supo nunca que el destino había tomado partido y había escrito su mensaje en las manos de una sencilla muchacha gitana.

Gloria Corrons
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