Josef y Elise, La Inspiracion
Baviera 1884 d.C.
Elise siempre había estado enferma y todo lo que conocía de la vida eran las cambiantes imágenes de su jardín más allá del marco de la ventana de su habitación. Reconocía el comienzo del verano cuando el sol iluminaba los frondosos árboles del bosque haciéndolos brillar y cuando las hojas comenzaban a adquirir los reflejos del cobre saludaba al otoño con la misma resignación que era la pauta de su vida. Después, cuando el viento desnudaba las ramas y la nieve las cubría como para protegerlas de sus violentas ráfagas, aceptaba melancólicamente la llegada de un nuevo invierno que siempre pensaba sería el último en contemplar, hasta que las flores salpicaban la hierba de colores y llegaba de nuevo la primavera.
A pesar de su incurable enfermedad que la tenía postrada en cama desde que era niña, Elise se sentía feliz porque no estaba sola. Después de la prematura muerte de sus padres su hermano Josef había permanecido a su lado, manteniéndola con su sueldo de profesor de música y velando por todas sus necesidades.
A veces pensaba que podía representar una carga para él y que cuidarla le impediría casarse y formar una familia, pero entonces su hermano la tranquilizaba y la hacía reír con alguna de sus bromas para demostrarle que su piano y ella le bastaban para ser feliz.
Contrariamente a ella, Josef rebosaba salud y energía. A parte de cuidarla, dedicaba todas sus horas a sus clases en el Conservatorio de Munich y al
estudio del piano, interpretando a la perfección la música de los grandes compositores que Elise escuchaba horas y horas con los ojos semi cerrados perdida en sus ensueños.
Sus pensamientos a lomos de las notas escapaban de su pobre cuerpo enfermo y volaban libres, atravesando las paredes de la antigua casa familiar, porque sus meditaciones no estaban limitadas por su enfermedad y con la música y la pequeña visión del mundo que cada día le mostraba su ventana ella había construido otro distinto, más allá de su encierro imaginando con su fantasía toda la vida que no podía vivir.
Aquella mañana Elise cumplía veinte años y el jardín le ofreció una de sus más hermosas imágenes, como si fuese consciente de que era un día muy especial para ella. Tanta belleza era una invitación a visitarlo y enseguida se vio a sí misma corriendo descalza entre la hierba con la falda enrollada a la cintura y la rubia cabellera bailando al compás de la canción del viento. Y era tal la realidad de su ensueño que le parecía sentir la humedad del rocío en las plantas de los pies y la tibia caricia del sol en los ojos.
Josef entró en la habitación como una tromba llena de vitalidad, interrumpiendo de repente su imaginario paseo.
– Feliz cumpleaños – exclamó casi gritando, sumamente exaltado. Y mientras la abrazaba deslizó un pequeño envoltorio entre sus manos.
Cada año su regalo era escogido con especial cuidado y ella lo esperaba impaciente, pero aquel día cuando lo abrió lo que vio no pareció estar a la altura de los otros.
– ¿Que voy a hacer con una flauta? – le preguntó decepcionada, mientras miraba el pequeño instrumento después de haberlo liberado del papel que lo envolvía -. Yo no sé música como tú.
Josef la miró atentamente antes de responder. Después cogió sus manos entre las suyas:
– Te gustará tocarla – le dijo dulcemente -. Posees oído musical y sensibilidad, y no te costará mucho aprender. Ya verás, yo te enseñaré.
– Elise se sentía desilusionada. ¡Había esperado con tanta impaciencia aquel regalo!
– Me basta con escucharte cuando tocas el piano. Tus interpretaciones son lo único que necesito para sentirme feliz.
– Quizás te guste aprender, pruébalo – contestó su hermano sonriente. Y después, comprendiendo lo que ella realmente esperaba, salió de la habitación y se sentó en el piano del salón, donde comenzó a tocar.
Al escuchar las primeras notas la cara de la muchacha se transformó y la desilusión dejó paso a una expresión de beatitud… aquello era lo que ella había estado esperando. Josef no la había decepcionado. La pieza era de un nuevo talento cuyas composiciones hacían furor en toda Baviera y Josef había estado estudiándola noche tras noche en secreto y con sordina para no despertar a Elise mientras dormía.
Se dejó llevar de los acordes durante un buen rato, atravesando en sus pensamientos los mares más profundos y escalando las montañas más altas. Fue en aquel mismo instante cuando sintió por primera vez deseos de coger la olvidada flauta entre sus dedos y llevársela a los labios. Inesperadamente las notas que surgían del instrumento se acoplaron como un guante a la melodía que su hermano interpretaba al piano. Sorprendida de su propia audacia siguió tocando durante un buen rato.
Cuando Josef dio por terminada su interpretación, le sorprendió oír una exquisita melodía que se expandía por todas las habitaciones de la casa. Se quedó escuchando atentamente y comprendió que provenían de la flauta que le había regalado a su hermana, pero no podía creer que era ella misma la que la estaba tocando.
Cuando entró en la habitación Elise ni siquiera reparó en él, tan enfrascada se hallaba en el placer de la improvisación. Era evidente que, aunque nadie la había enseñado, poseía un don innato para la música que hasta el momento había permanecido oculto.
Josef siguió escuchándola sin interrumpirla y a medida que aquellas simples notas espontáneas, pero llenas de autenticidad y de vida, se multiplicaban y desparramaban encima de los muebles, de los cuadros de las alfombras y de las lámparas de la habitación, comprendió que contenían toda la creatividad y el genio que, a pesar de sus muchas horas de estudio frente al piano y toda su técnica depurada, jamás él lograría poseer.
Aunque amaba a su hermana y comprendía que debería sentirse feliz de haber descubierto sus aptitudes para la música, algo muy amargo pareció desgarrarse en su interior, allí donde nadie tiene acceso jamás a entrar: algo muy parecido a la envidia y también a la frustración.
A partir de aquel día las relaciones entre los dos hermanos cambiaron. Josef apenas hablaba con ella y dejaba que la criada la atendiese la mayor parte tiempo. Un día hizo cambiar el piano de lugar colocándolo en el otro extremo de la casa. Aquello entristeció mucho a Elise, que como ya no podía soñar escuchando las piezas que él interpretaba se consolaba tocando la flauta a todas horas. A partir de aquel momento sus sentimientos se concentraron en
la música que surgía de lo más hondo de su alma brotaba y de su pequeño instrumento, desde aquel momento se convirtió en su confidente y su única amiga.
Pero la joven ignoraba que cuando ella tocaba, Josef escuchaba escondido detrás de la puerta y que después, como un ladrón que huye con su presa, trasladaba al pentagrama todas aquellas notas que habían surgido de la sencilla flauta.
Y así día tras día, sola en su habitación, con las ventanas cerradas a la vida, Elise seguía tocando y su hermano como un ave de rapiña, escuchando atentamente cada una de las notas que su hermana dejaba escapar a través de su único consuelo, para convertirlos después en valses, impromptus, preludios y nocturnos sobre el piano.
Y a medida que las notas que Josef escribía febrilmente sobre el papel se multiplicaban y adquirían fuerza, la salud de Elise iba extinguiéndose poco a poco
En poco tiempo todo el mundo en la ciudad celebraba al joven y brillante compositor como la inesperada revelación de la temporada y sus conciertos comenzaron a prodigarse. Elise se sentía orgullosa del éxito de su hermano, del que todos hablaban, ignorando por completo que era su propia música la que iba haciéndose famosa interpretada por los ágiles dedos de Josef.
El rey Ludwig II de Baviera amaba el arte y se interesaba por todas las compositoras que se alejaban de la corriente musical conocida hasta entonces. Si el rey creía en ellos, no tenía reparos en oponerse y enfrentarse al pueblo que los rechazaba, por no saberlos comprender.
Pronto llegaron a sus oídos los éxitos del joven Josef, un modesto profesor del Conservatorio de Munich, que de repente había comenzado a componer de un modo tan extraordinario que llegaba directamente al corazón de entendidos y profanos. Su música, le habían dicho, parecía dirigirse directamente a la esencia de cada ser, como si utilizase un lenguaje universal fuera del tiempo y de las limitaciones de la forma. Un lenguaje que hablaba de la unidad de todos los humanos como si éstos formasen un solo cuerpo, y en la que todos se reconocían.
– Parece como si se pudiera escuchar la voz de Dios a través de sus notas – le habían dicho, y aquella frase le decidió a invitarle a palacio.
En realidad, se sentía algo escéptico sobre todas aquellas exaltaciones, después de haber escuchado, según su criterio, al mayor de los genios musicales de la Creación: el compositor Ricardo Wagner, para quien había hecho construir en la ciudad de Bayreuth al norte de Baviera, un colosal templo musical. El rey había defendido y apoyado al gran músico en contra de todo y de todos y no creía que nadie pudiese superar las composiciones de Wagner, que no solo eran sublimes, si no que expresaban toda la grandiosidad de una raza enlazada fuertemente con los héroes de la mitología germana.
Si la música de aquel desconocido se parecía al lenguaje de Dios, seguro que no podrían tener comparación con la compuesta por un Dios de la Música encarnado en un ser tan extraordinario como Ricardo Wagner.
Y aunque aún no había escuchado ninguna de las composiciones del joven profesor, estaba convencido de que si agradaban a todos debían de ser simples y vulgares, porque solo la música excepcional era comprendida por unos pocos como él.
Josef fue llamado al palacio con gran sorpresa por su parte y aquel día, con la carta real entre sus manos, se sintió tan feliz que decidió entrar en la habitación de su hermana para comunicárselo. Hacía mucho tiempo que no la visitaba y al verla comprendió que no le quedaban ya muchos meses de vida. Entonces se dio cuenta de que si ella moría sus composiciones morirían también. Debía salvar a Elise como fuese, pensó. Ni por un momento le impulsó la compasión hacia ella, pero si el deseo de la gloria y de la fama.
A partir de aquel día intentó que su hermana recuperase la alegría de vivir, pero, aunque la visitaba de nuevo frecuentemente, nunca la dejaba escuchar sus composiciones. Aquel extraño misterio que parecía envolverle apagaba a Elise poco a poco, como una vela se extingue por falta de oxígeno. Pero Josef no podía desvelar el secreto que nadie conocía: el fraude de su música, con el que a todos engañaba y con el que se engañaba también a sí mismo.
El Castillo de Neuschwanstein se alzaba erguido y orgulloso como un gigante de cuentos de hadas en la región bávara de Allgaü, en las proximidades de la ciudad de Füsen. Sus torres de mármol parecían querer tocar el cielo con sus afiladas puntas compitiendo con las altas montañas que lo rodeaban reflejadas en los azules lagos como en un espejo.
El rey de Baviera soñaba con dominar un Imperio y había construido aquel enorme recinto a imagen y semejanza de sus sueños de gloria. Su afán desmedido por el lujo y por todo lo excéntrico había dañado seriamente la economía del país y después de la construcción de sus numerosos y extraordinarios castillos las arcas del estado se hallaban prácticamente vacías Sus súbditos comentaban que la salud mental del monarca Ludwig II iba
empeorando día a día y muchos opinaban que debía de abandonar el poder y ser recluido.
Ajeno a todos estos rumores, el monarca aguardaba aquella tarde al pianista en el salón de conciertos del Castillo, reclinado en su trono de oro. Las luces que surgían de las múltiples lámparas y candelabros se reflejaban en los grandes espejos de las paredes haciéndolos brillar como joyas.
Josef apareció en la sala y tras inclinarse respetuosamente ante el rey se sentó frente al piano. Su imagen reflejada se multiplicó hasta el infinito. Sus dedos entraron en contacto con las teclas que parecían aguardarle impacientes.
Fue su mejor interpretación. La música compuesta por Elise adquirió una grandiosidad indescriptible en sus dedos que se deslizaban por el teclado como si estuvieran impulsados por un aliento divino. A su depurada técnica se unía la sensibilidad nacida de lo más profundo del alma de la enferma y las notas llenaban la sala de cadencias y de sonoridades que parecían llegar de unos confines muy lejanos y a la vez muy próximos. Era un canto a la vida y a la muerte, a la alegría y a la tristeza, al dolor y a la esperanza.
Cuando finalizó, el rey en persona se levantó de su trono para felicitarle entusiasmado.
– Jamás he oído nada semejante – le dijo mientras estrechaba sus manos con admiración. Y en sus ojos brillantes de exaltación le pareció ver a Josef reflejado el rostro de su hermana, mirándole acusativamente.
Sentado en el interior del carruaje que el mismo rey había puesto a su disposición, Josef regresaba a Munich aquella tarde después del concierto.
Ante sus ojos desfilaba su pequeño país: extensos y verdes prados, ríos y lagos de un intenso azul, y hermosas casas llenas de flores de todos los colores que él miraba sin ver, mientras pensaba en el éxito conseguido ante el rey.
Pero de pronto, el cielo se oscureció amenazando tormenta y las mieles del triunfo parecieron ensombrecerse también por un oscuro presentimiento que le hizo pedir al cochero que fustigara los caballos para llegar a casa rápidamente.
Cuando cruzaba el umbral de la puerta la criada se adelantó para comunicarle que su hermana había entrado en agonía. Subió las escaleras de tres en tres y una vez delante de la pálida imagen de Elise, que parecía confundirse con la blancura de las sábanas, la estrechó entre sus brazos con fuerza, como si así pudiera retenerla para siempre a su lado. Entonces se dio cuenta de que, al igual que ella su triunfo estaba condenado a una muerte cierta
– No puedes dejarme, ahora. – murmuró en su oído-. Si tú te vas, todo terminará para mí.
La enferma le miró y aún tuvo fuerzas para poder hablarle:
No te dejo solo, tienes un gran talento y éste siempre será para ti la mejor compañía. Pero yo debo seguir mi camino y tú el tuyo – después hizo una larga pausa para tomar aliento y continuó: Quisiera agradecerte tus cuidados y sobre todo tu música, que me ha hecho siempre tan feliz y quisiera solo pedirte una cosa antes de irme: que me dejases escucharla por última vez.
Josef reaccionó ante aquellas palabras. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Si Elise escuchaba sus propias composiciones volvería a sentir deseos de vivir porque desearía cosechar los éxitos de los que él injustamente se había apropiado. Le revelaría el secreto e intentaría hacerle comprender que ella no era más que una pobre mujer, intelectualmente inferior al hombre, a
quien por una extraña casualidad de la fortuna se le había concedido un don que por su sexo no se merecía tener. Elise comprendería que él solo intentaba reparar una injusticia de la naturaleza. Con este razonamiento y convenciéndose de que toda su conducta estaba guiada por una causa justa, Josef enterró los sentimientos de culpa en lo más profundo de su subconsciente.
La cogió en sus brazos y la trasladó con delicadeza al otro lado de la casa donde él había hecho colocar su piano. La tendió después suavemente sobre el sofá y la abrigó con unas mantas. Sin volver a mirarla se colocó delante del instrumento que parecía estar siempre dispuesto a obedecer sus órdenes bajo la presión de sus dedos y comenzó de nuevo a tocar el concierto que aquel mismo día había interpretado ante el rey. Pero, aunque tocó de un modo excepcional, dedicando todo su arte a su hermana que parecía escucharle con los ojos cerrados, ninguna de aquellas notas estaba pulsada con amor y su música parecía tener la frialdad de la misma muerte.
Cuando terminó, se quedó unos instantes quietos frente al piano que enmudecía lentamente y tuvo miedo de mirar hacia donde se encontraba Elise, asustado de su posible reacción. Sólo cuando la vibración de la última nota se diluyó por completo en el espacio, se atrevió a dirigir su mirada hacia ella.
Elise parecía dormida, pero Josef se dio cuenta enseguida de que estaba muerta. Entonces se quedó mirándola largo rato sin reaccionar y después se sintió invadir por una furia incontrolable. ¿Cómo podía hacerle esto a él? No solamente le abandonaba cuando el éxito comenzaba a sonreírle, sino que ni siquiera le dejaba el consuelo de saber si había podido escuchar su música. Después, sin ni siquiera derramar una sola lágrima o rezar una
oración, abandonó silenciosamente la habitación dejando a Elise durmiendo en el sueño de la eternidad frente al piano abierto.
Durante los meses que siguieron a muerte de su hermana, Josef intentó muchas veces que el teclado respondiese a la llamada de su inspiración, pero las teclas permanecían obstinadamente mudas a sus demandas.
Tras unos cuantos intentos fallidos, su fama de compositor desapareció tan rápidamente como había surgido. Todos pensaron que el aliento del genio se había dignado inspirar a un ser vulgar durante un corto período de tiempo para abandonarlo después en su mediocridad y todos lo abandonaron también.
Y la música de Elise fue olvidándose poco a poco, solo Josef la recordaba en sus largas horas de soledad, tocándola al piano una y otra vez. Y al hacerlo le parecía que el espíritu de su hermana se sentaba a su lado para mirarle con ojos vacíos de expresión, condenándole a no saber jamás si hubiera sido capaz de perdonarle.
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