Paolo, La Humildad
Padua, 1212 d. C.
La campana de la iglesia comenzó a sonar alegremente. Paolo se asomó a la ventana y vio a la gente correr por la calle con excitación, entonces comprendió que Francisco acababa de llegar. Nunca le había visto, pero todo el mundo hablaba de él y entorno a su persona habían creado una verdadera leyenda.
Contaban que era hijo de un rico comerciante de Asís que había renunciado a la herencia de su padre para ponerse al servicio de los desheredados de la Tierra y
ahora recorría los pueblos y las ciudades de Italia rodeado de un entusiasta grupo de jóvenes que le imitaban en su vida humilde y llena de sacrificios.
Decían que subsistía exclusivamente de limosnas porque había comprendido que la causa de las luchas innobles que ensucian el mundo era el afán de lucro de las gentes y la posesión de bienes terrenos, así pues, había regalado de todo cuanto tenía y ahora no poseía más que un grosero hábito y una cuerda de esparto para ceñírselo.
La gente le seguía y como predicaba con el ejemplo de sus virtudes, contrastando con el orgullo y la pompa de la sociedad de la época, estaba devolviendo al pueblo parte de la fe que había perdido por causa de la corrupción de la Iglesia cuyos obispos habían adquirido grandes riquezas.
Así había nacido aquel nuevo vivo espíritu religioso y Francisco de Asís, que también se hacía llamar Caballero de Cristo y de Dama Pobreza, era su mejor representante.
Paolo siempre sintió curiosidad por conocer a un hombre así. No sabía sí se trataba de un loco o de un santo, renunciar a las comodidades de la vida material podía resultar muy novelesco, pero a la vez también muy difícil, solo una personalidad extraordinaria podía conseguirlo y ahora se le presentaba la ocasión de averiguar por sí mismo, como era realmente aquel curioso monje que intentaba transformar a la sociedad mezclándose con sus miembros y dando a conocer la verdadera moral cristiana.
Decían que la doctrina que predicaba era tan bella y conmovedora como el canto de un pájaro y que los pájaros y todos los animales de la Tierra eran sus amigos e incluso que hablaba con ellos y estos parecían entenderle. Sí, iría a escucharle e intentaría hablar con él. Necesitaba comprender el porqué de aquella insólita conducta basada en la más estricta pobreza, caridad y amor a todos los hombres. Paolo pertenecía a una nueva clase social, la burguesía, que había tomado su nombre de los burgos o arrabales de las ciudades donde vivían y todo aquello le parecía muy bonito para ser contado por los trovadores en las aburridas reuniones de un Castillo, pero muy difícil de realizar.
Después de las Cruzadas, el comercio y la Industria había renacido en Europa, las ciudades se habían hecho poderosas y los reyes habían dado autorización para que se gobernasen a sí mismos mediante consejos municipales. Paolo había trabajado mucho para conseguir el bienestar económico del que disfrutaba. Poseía un taller de joyería muy conocido y sus hábiles operarios daban forma color y textura a las pequeñas piezas de oro y plata y a las gemas preciosas. Importantes patricios que gobernaban la ciudad se contaban entre sus mejores clientes, vivía en una cómoda casa y su mujer disponía de trajes confeccionados con exquisitas telas, sus hijos disfrutaban también de una esmerada educación. Había alcanzado todas las metas que se había propuesto en la plenitud de su vida, debía pues considerarse un hombre feliz. Sin embargo, en su interior experimentaba una extraña desazón y a veces se sentía terriblemente inquieto, era la sensación de no saber sí todo lo que en la vida le había costado tanto esfuerzo conseguir era verdaderamente importante para él.
Había tenido que trabajar tanto para obtenerlo, que apenas sí le había quedado tiempo para disfrutarlo. Estuvo siempre tan ocupado intentado que los suyos tuvieran toda clase de bienestar, que casi no había podido ver crecer a sus hijos. Y en cuanto a su fiel esposa Giovanna, dominado por la fiebre del poder y del dinero, apenas sí le había dedicado un poco de su tiempo.
Sentía curiosidad por conocer a aquel ser diferente que predicaba hallar la felicidad en la pobreza, debía ser un Santón charlatán, porque nadie puede encontrar la paz cuando no se dispone de lo necesario para vivir holgadamente, pensaba.
Paolo se apartó de la ventana. Había tomado la decisión de no perderse aquella oportunidad de ver a Francisco de Asís, pero no se lo diría a nadie, ni siquiera a su mujer. Iría solo, aquella necesidad de conocerle pertenecía a su alma y no podía compartirla ni siquiera con los que amaba.
Aquella misma tarde salió del taller un poco antes para dirigirse a la Plaza mayor donde sabía que el fraile iba a predicar y sin comentarlo con nadie
encaminó allí sus pasos. El sol lucio en lo alto del Cielo de la ciudad de Padua, cuando Francisco con sus hermanos frailes minoritas, como se hacían llamar para mejor testimonio de humildad, se dirigieron también a la Plaza Mayor.
El número de seguidores del fraile había aumentado tanto que por donde pasaban dejaban en el lugar un buen número de adeptos que, como ellos, se dedicaban al culto del Señor y practicaban el ejemplo de la virtud. Pero Francisco nunca se quedaba en ningún lugar, continuaba con su vida de prédica de un sitio a otro, dejando a su paso un rastro de amor para todos los seres, hombres y animales, como un segundo Jesucristo.
Paolo tropezó con él cuando iba a cruzar la calle, Francisco caminaba mirando a la gente y les sonreía con los ojos. La luz que despedían se reflejaba en los de todos los que a su paso le aclamaban y aquella mirada le estremeció. Entonces comprendió que sí había algo importante para él en la vida estaba a punto de
. descubrirlo.
Cuando Francisco se detuvo en el centro de la Plaza se hizo un silencio absoluto. Paolo había intentado colocarse lo más cerca posible, pero solo consiguió un lugar donde apenas podía verle. Mientras miraba al gentío reunido en la Plaza, pensó con escepticismo que aquella sociedad podía mezclar las cosas más groseras con la más sincera piedad. Era grande el amor de Dios, pero no menor que el temor al diablo. La religiosidad era sincera, pero la ignorancia hacía que ésta derivase en supersticiones y las mismas personas que esperaban impacientemente escuchar las palabras de Francisco, eran también las mismas que presenciaban con jolgorio y brutalidad el ritual de mutilación y ceguera en la famosa Fiesta de los locos.
Una voz juvenil clara y alegre interrumpió sus pensamientos:
. – Hermanos, la vida es algo que empuja hacia arriba porque, es arriba y no abajo donde está la realidad más sólida. Alabemos al Señor, su creador con todas sus criaturas. A nuestro hermano sol, que nos trae el día y la luz. A nuestro hermano el viento que nos trae calmas y tempestades con las que nos sustenta. A nuestra hermana agua, tan útil y humilde tan preciosa y limpia. A nuestro hermano el fuego que ilumina la oscuridad, poderoso y fuerte y a nuestra madre la tierra, que nos guarda y también nos da frutos y flores de muchos colores. Todo sea alabanza y gloria a Ti excelso y omnipotente Señor. –
Aquellas palabras sencillas le cautivaron desde el principio. Se quedó escuchando toda la prédica con gran atención y cuando el fraile hubo terminado de hablar Paolo tomó una decisión firme e irrevocable: Lo dejaría todo, absolutamente todo
y se marcharía tras los pasos de aquel hombre extraño, hasta averiguar el secreto de aquella felicidad que irradiaba de aquel personaje que no poseía absolutamente nada más aparte de sí mismo.
En realidad, no era una decisión tomada sin reflexión y por un impulso. Hacía ya tiempo que aquella idea estaba dando vueltas en su cabeza porque se daba cuenta que cuando más cosas acumulaba menos poseía en realidad. Era una decisión tomada tras un infierno de dudas, vacilaciones y preguntas sin respuestas que le habían atormentado durante los últimos años, pero fue aquel día, un día aparentemente como tantos otros, cuando de repente halló la salida al tortuoso laberinto, del cual le pareció que no iba a salir jamás.
Cuando Francisco abandonó la ciudad para seguir recorriendo Italia, entre los nuevos seguidores estaba Paolo.
urante los últimos cinco meses la comunidad atendió leprosos, y construyó iglesias con sus propias manos, siempre subsistiendo milagrosamente gracias a la caridad de los fieles, siempre predicando el arrepentimiento, la pureza y la perfección moral, la caridad sin límites y la hermandad entre todos los pueblos de la tierra. Su única regla era la que Cristo dio a los Apóstoles: Id y predicad; curad a los enfermos; limpiar a los leprosos; dad con creces lo que con creces habéis recibido. Paolo y la comunidad hacían vida de ermitaños, vivían en chozas cerca de la leprosería y para su sustento dependían de lo que pudieran ganar como jornaleros en granjas y viñedos.
A su lado Paolo aprendió a observar con atención pequeños detalles que antes le pasaban desapercibidos: el paso de un insecto, el vuelo de los pájaros, los cambiantes colores de las hojas de los árboles, el murmullo de la hierba agitada por el viento. Aquellas cosas que antes no existían para él, ahora le fascinaban porque las captaba como sí nunca las hubiera visto antes y en efecto era así, o a lo menos no las había percibido como realmente eran, sino deformadas a través de sus propios preocupaciones, ambiciones y deseos. Ahora veía el cielo y escuchaba cantar a los pájaros, respiraba el aire de la libertad que da no poseer nada más que la propia vida y vivía el presente a cada instante.
Cuando finalizaban el trabajo, los monjes daban largos paseos por el campo, no solían llevar los ojos fijos en un breviario, sino que menudo, alzaban la vista del suelo y cantaban. Sus conversaciones discurrían casi siempre sobre las flores del camino o el canto de las alondras, pero Paolo no hablaba apenas con nadie sino era con Francisco.
Con frecuencia éste sentía la necesidad de refugiarse en el seno de la naturaleza y buscaba un bosque apartado o se sentaba solo en una colina, a la orilla de un río, rodeado de toda clase de animales que sin temor alguno buscaban su compañía, entonces Paolo se acercaba y él le explicaba todos sus pensamientos, porque Francisco siempre encontraba un momento para escucharle, él le entendía y a su lado todo era fácil y sencillo.
Paolo había estado siempre demasiado ocupado viviendo la vida que la sociedad de su época había planeado para él, pero se daba cuenta de que la vida que él deseaba no tenía nada que ver con todo ello. Poseer y atesorar cosas nunca le dio la satisfacción que sentía ahora dando un simple paseo por el campo, adormeciéndose al sol que calentaba la tierra y sintiendo la caricia del viento en la cara, todo aquello podía parecer insignificante, pero no lo era, porque le hacía sentir feliz y todo lo demás por lo que tanto había luchado nunca lo había podido conseguir. Entre otras cosas aprendió que intentar retener a la felicidad es como intentar atrapar una voluta de humo que siempre se escapa. Allí, viviendo con la comunidad, un día era aparentemente igual a otro, pero el pasado y el futuro se unían en un largo día distinto a todos. Aprendió a vivir en el ahora.
Una mañana Paolo se levantó antes que el sol y se dio cuenta de que debía regresar. Se dirigió como de costumbre en busca de Francisco, pero cuando lo halló no tuvo necesidad de decirle nada, porque como sí hubiera leído sus pensamientos éste le dijo simplemente: Ve en paz, y que Dios te guie.
Paolo emprendió el regreso. Mientras caminaba de vuelta a su hogar pensó que ya no tendría que volver a dejar a los suyos nunca más. Había encontrado lo que fue a buscar.
La paz estaba en su interior.
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