Yakimoyo, Las Lagrimas
Japon, 600 d.C.
Sus manos parecían haber nacido unidas a la aguja y a los hilos de colores. Sabían completar el efecto de un bordado con el pincel y también pintar la tela y complementarla con el bordado y sus ágiles dedos parecían conocer desde siempre la máxima simplicidad, aliada a una fantasía inagotable a la que añadía un agudo espíritu de observación, una gracia llena de ironía y una vivacidad casi infantil. La dueña de aquellas manos se llamaba Yakimoto y era bordadora en el palacio del Emperador.
Aunque vivía en el Japón, su abuela había venido de la China para enseñar a bordar a las mujeres de la corte y allí se casó con un hombre del país. Sus orígenes no eran un caso excepcional, porque desde hacía muchos años el Japón había vivido bajo la influencia cultural de China y los emperadores adoptaron su ceremonial hasta convertirse en un estado en funciones según el modelo chino.
Yakimoto tenía el honor de ser la encargada de confeccionar el atavío ceremonial para la corte imperial, que consistía en grandes túnicas bordadas de grifos, superpuestas unas sobre otras y todas ellas recubiertas de tanta pedrería, que hacían mover el divino cuerpo del llamado Hijo del Cielo con lentitudes de ídolo.
La joven se pasaba el día bordando en sus habitaciones, asociando el oro y la plata a los puntos de la seda, unidas como pinceladas y creando como por arte de magia todo un mundo de flores, frutos, pájaros, mariposas, y paisajes enteros de delicada luz, de agua irisada o en calma, árboles inclinados por el viento y paisajes brillantes o brumosos…
Apenas si salía a la calle, ya que todo su mundo estaba dentro de las formas, los colores y la luces que sus maravillosos dedos daban vida sobre las delicadas sedas, a los que sabían imprimir una perspectiva tal de relieve y realidad, que a veces a ella misma le parecía poder introducirse dentro de sus propias fantasías y pasear alegremente por los senderos bordeados de cerezos e incluso oler las fragancias de sus ramas en flor.
No se daba cuenta de que aquel mundo que creaban sus manos era su propia alma materializada sobre la seda y que cada mañana cuando comenzaba su labor, se reencontraba con sus sueños, sus deseos y sus ocultas tristezas que sobre las telas la aguardaban impacientes.
Yakimoyo era de pequeña estatura, cabeza redondeada y rostro ovalado, la nariz breve y la boca diminuta. Su piel tenía la textura y el color del marfil y su pelo con reflejos de azabache, caía partido por una raya, lacio y suelto rozando sus rodillas, cubriéndola como un manto de noche sin luna.
Ya tenía dieciocho años y aunque todavía era joven, no lo era tanto como para permanecer soltera.
Había estado prometida por sus padres a un joven de noble estirpe, pero el compromiso se deshizo al ponerse éste al servicio del Emperador y hacerse samurái,aunque ella nunca había comprendido la decisión de Thai-shu, porque le amaba y creía ser correspondida por él.
Recordaba bien las palabras del joven cuando se despidió aquella tarde en la que todo el campo parecía estar envuelto por los colores de los ciruelos: Amada mía, hoy vengo a verte por última vez…no te extrañes de mis palabras ni te entristezcas al oírlas, porque, aunque te dejo, sólo lo hago para ir en busca de mi verdadero destino. Me he dado cuenta de que mi ideal es consagrarme en alma y cuerpo a mi Señor y de ahora en adelante solamente por él y para él viviré, y en mi código de honor como guerrero de caballería, está excluida hasta la mujer que quiero, porque no puedo compartir a mi amo con nadie. –
Yakimoto le miró, sentía gran dificultad por comprender sus palabras. también su indumentaria le parecía extraña, ella nunca le había visto vestido así. Llevaba una sobrepelliz cuyas dos amplias alas se desplegaban sobre los hombros y unos pantalones holgadísimos que le llegaban hasta los tobillos, con muchos pliegues. Le parecía estar hablando con un desconocido y hasta le daba miedo mirarle y mucho más escuchar lo que le estaba diciendo.
Yakimoto sabía que los samuráis despreciaban la muerte, que ésta puede llegar en cualquier momento y que, si faltan a las reglas del código de honor, tienen que pagar su culpa con el suicidio ritual, el harakiri. Por eso los samuráis habían adoptado para representar su vida breve pero gloriosa, la flor del cerezo.
Y una flor de cerezo fue lo que el joven le ofreció como despedida a cambio de sus sueños de juventud, dando así por terminada la relación con su prometida. Desde entonces ella bordaba sin cansarse nunca y tal era la perfección de las telas que salían de sus manos, que su fama se extendió hasta palacio, convirtiéndose en la bordadora de la corte.
Y así día tras día, la joven reencontraba sus sueños perdidos en el embrujo de sus bordados, porque había conseguido transformar su amor en arte y dejaba pasar las estaciones del año una tras otra, concordando la tonalidad de cada indumento con los colores del campo que alcanzaba a ver desde su ventana. Colores de ciruelo en primavera, de azaleas en verano, de crisantemos amarillos o blancos en otoño, de troncos de pinos y hojas secas en invierno. Y así, se daba cuenta de que el tiempo pasaba
El joven samuráis salió del Palacio al amanecer montado en su caballo. Llevaba una pesada armadura sobre su indumento habitual, consistente en un casco, coraza, arco, hacha y como buen japonés consideraba como una verdadera joya y casi como a un dios, el sable que ceñía en su costado.
Desde que entró al servicio de su señor Sho-Toku, no había vuelto a acordarse más de Yakimoto, pero el día anterior reconoció en la vestidura escarlata del Emperador los bordados creados por las manos de la joven y como si pudiera leer en ellos como en un libro, el samurái comprendió que la muchacha no le había olvidado y continuaba viviendo su historia de amor entre los hilos de seda y esperaba su vuelta. Nunca le había explicado el porqué de su repentino cambio y aquello le hizo reflexionar sobre si tal vez debía revelarle la verdadera imagen de sí mismo, para que ella pudiese librarse de su recuerdo y olvidarle para siempre.
El viento azotaba su rostro mientras galopaba debatiéndose entre estos pensamientos. Nadie sabía su secreto y nadie debería saberlo nunca, ni siquiera su propio Señor, por el que estaba dispuesto a dar la vida y que, además, era la causa y la razón de su propio destino.
Galopó sin rumbo durante toda la noche hasta que las primeras luces del amanecer comenzaron a teñir de púrpura el horizonte, entonces se detuvo y contempló la silueta del gran volcán que como un gigante aparentemente dormido amenazaba siempre despertar en cualquier momento. Sin descabalgar del caballo, permaneció observando el hermoso cuadro que se ofrecía ante su vista durante largo rato, pensó que pronto llegaría la estación de las lluvias y que durante meses el agua no dejaría de caer del cielo enriqueciendo los manantiales para llegar finalmente hasta aquel mar tan bello y peligroso rodeado de escollos que protegían las costas con la misma fiereza y amor, como él protegía a su Señor.
Pero ya no estaría allí para verlo. Había tomado una decisión, le confesaría a la joven el porqué de su abandono, le diría que no había sido el ideal de virilidad y valentía lo que había impulsado a consagrar su vida a su amo, sino un incontenible impulso de amor hacia él que superaba todo lo que jamás hubiera podido sentir por ella. Un amor inconfesable y vergonzoso que toda la vida debería llevar oculto tras una máscara.
No sabía cuándo había comenzado a sentirlo, pero lo cierto es que un día comprendió que ya no le era posible vivir sin su amo y que la única forma de estar a su lado, ya que su Señor jamás podría corresponder a sus ocultos sentimientos, era convirtiéndose en su fiel perro guardián.
Si, se lo confesaría todo y después moriría gloriosamente clavándose su propio sable en el corazón, porque no podría sobrevivir a la vergüenza de que alguien conociese su secreto. Encontraría en la muerte toda la dignidad que había perdido en la vida. Cumpliendo el sagrado código del honor, sería fiel a sí mismo y le devolvería a ella la paz y la libertad.
Yakimoto, dejó de bordar con los ojos arrasados en lágrimas, acababa de vivir entre los pliegues de la seda el final de su historia de amor. Retocó con los pinceles la figura del apuesto samurái con el sable atravesando su vientre delante de una joven que lloraba desesperadamente y abandonó la túnica sobre un cojín de seda, después se acercó a la ventana y contempló como los cerezos comenzaban a florecer.
Día a día mientras bordaba había ido viviendo su propia vida, introduciéndose en espíritu entre los personajes que sus propias manos inventaban sobre la tela, pero aquel día había sido el último, ya no bordaría nunca más. No quería saber si todo los que habían creado sus dedos era ficción o realidad, porque fuera lo que fuese había terminado para siempre. Una nueva vida la esperaba tras los muros de aquel palacio, allí donde florecen los cerezos.
Sonriente y con pasos decididos salió de la habitación, dejando, llorando encima del cojín a la joven bordada en hilos de colores. El pasado acababa de morir entre sus lágrimas de seda.
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