Assur, La Crueldad
Los Asirios. Mesopotamia, 715 a.C.
Assur se había dejado arreglar cuidadosamente la barba aquella noche, Apala, su esclava favorita había dedicado horas enteras a rizarla para que hiciese juego con su cabello y la había cortado un poco en sus puntas para que el conjunto resultase simétrico, también había empleado un tiempo especial a su túnica que caía en forma de espiral a lo largo de su cuerpo fornido y que estaba adornada con bordados procedentes de Babilonia. Ella también le había ayudado a sujetárla pasándola por encima del hombro izquierdo sobre la espalda para atarla de nuevo con el cinturón dejando el brazo derecho libre, tal y como era la costumbre de la corte.
Se miró en la superficie del espejo y aprobó su aspecto. Aunque se había coloreado las mejillas y oscurecido las cejas con tinte negro, nada de esto le restaba aspecto varonil. Los brazos estaban cubiertos con brazaletes de oro, los pies con ajorcas de plata y la frente ceñida con una diadema de piedras preciosas su esclava había hecho un buen trabajo, quizá aquella noche seria compasivo con ella y la dejaría dormir en su cama.
La había estado observando cuando le maquillaba y le vestía, no tenía buen aspecto, el dormir al raso en las crudas noches de invierno de aquel país abrupto la había envejecido, debería pensar en cambiarla por otra más joven y más fuerte, quizá a la próxima la alimentaría mejor y le daría algo mas que los restos de su propia comida, así duraría mas tiempo hermosa y fresca, pero aquella noche dormiría con ella, si, le concedería el favor de la última noche, después la haría degollar como a todas las anteriores, no podía consentir que nadie mas disfrutase de su cuerpo una vez él lo había poseído.
Dejó que Apala le ciñese las sandalias a los tobillos y le colocase en la mano el bastón acreditativo de su rango con el sello donde estaba labrada la marca de los Sarcoditas, la dinastía más temible y sanguinaria que jamás existió a lo largo de la historia. Assur estaba orgulloso de ser asirio, cierto era que su país estaba situado en la región más pobre del valle que se extendía entre los ríos Tigris y Eufrates, pero sus tropas habían sabido dominar a los pueblos de Mesopotamia y Caldea que ocupaban los lugares más fértiles, deportando verdaderas masas humanas entre los sometidos o esclavizándolos, sin asimilar para nada su cultura y sus costumbres, simplemente sometiéndolos para su provecho. Las brutalidades cometidas tras las batallas con los prisioneros de guerra, las aceptaba no como algo que debe ocultarse por vergüenza, sino como algo de que jactarse.
Antes de abandonar la lujosa estancia para encaminarse al templo, miró a Apala por última vez, aún despertaba su instinto sexual a pasar de su aparente deterioro. Pensó en poseerla en aquel mismo instante, pero prefirió reservarlo para la vuelta de la ceremonia sagrada Ella le miró con sus grandes ojos oscuros muy abiertos, llenos de una ambigüedad extraña, algo parecido al amor y al odio al mismo tiempo y él al captar aquella expresión sintió unos feroces deseos de amarla y hacerle daño a la vez. La agarró con fuerza por el largo cabello negro que caía lacio y sin brillo sobre la cintura desnuda hasta arrancarle un mechón de ellos, la mujer se plegó sobre si misma y gimió quedamente, con fiereza se abalanzó sobre ella y la poseyó de un modo brutal, dominado por un instinto irreprimible, después la apartó de su lado y pensó que era absurdo esperar más, desenvainó su puñal y lo clavó con frialdad en el vientre de la mujer que cayó al suelo mientras la sangre que manaba de su herida mortal manchaba sus ropas destrozadas.
Después volvió a contemplarse en el espejo y sin ningún tipo de remordimiento arregló sus ropas y abandonó la estancia sin volver a mirar una sola vez el cuerpo tendido sobre el suelo que se desangraba poco a poco.
En el templo le aguardaba su corte, los sacerdotes y los guerreros. Subió con majestuosidad los siete cuerpos de distinto color que representaban el sol la luna y los cinco planetas conocidos hasta llegar a la cúspide donde se guardaba la imagen del dios. Los toros halados con cabeza humana parecían mirarle desde las paredes con fiereza, erguidos sobre sus cinco patas, de las cuales, de perfil solo se veían cuatro.
Sabía que su vida y su muerte dependían de los astros y su futuro seria leído en las entrañas de la víctima que debía inmolarse aquel día para aplacar la furia de los dioses. Las entrañas de su peor enemigo. Su propio hermano.
Esperó a que éste fuese sacrificado y mientras veía la sangre correr delante de él y las manos del sacerdote extraían el corazón y se lo mostraban, pensó con satisfacción, mientras observaba a una de las mujeres de su séquito, que aquella noche dormiría con ella
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