Nubia (La Inconsciencia)

(Relato segundo) Egipto, 1.800 a. C.

Aunque no había nacido allí, Nubia se sentía feliz en aquellas tierras. Cuando la capturaron era casi una niña y apenas si recordaba su país de origen. Sus amos eran muy humanitarios, seguían al pie de la letra los mandatos sagrados del Libro de Los Muertos, donde se les decía que maltratar a los prisioneros de guerra era pecado y siempre la habían tratado muy bien, a ella y a todos los demás esclavos de la casa.

Sin embargo, y a medida que fue creciendo, advirtió que no todo el mundo pensaba así. Había visto como esclavos públicos que no pertenecían a ninguna familia eran apaleados delante de todos. Trabajaban de sol a sol en la construcción de carreteras empedradas que servían para transportar enormes bloques de granito destinados a la construcción de las pirámides y le habían contado que, durante la noche, esos infortunados esclavos eran encadenados y quedaban bajo la vigilancia de unos soldados extranjeros que al no entenderles no podían compadecerse de sus quejas.

Todo aquello la había confundido mucho y se sintió tan asustada al verlo que desde entonces decidió pasar los días en los jardines de sus amos, disfrutando con sus compañeras, del benigno clima de las orillas del río Nilo, sin querer pensar en lo que sucedía mas allá de las paredes de su confortable prisión.

Su amo pertenecía a la más alta nobleza faraónica y hacía tiempo que éste había partido a la guerra. Vinieron a buscarle muchos soldados con arcos y flechas y otros con lanzas y escudos. Él montó en un carro de dos ruedas tirado por dos caballos, decorados también con brillantes colores y penachos de plumas y se alejó por el camino que conducía a las afueras de la ciudad. Nubia le vio marchar protegido con una armadura de tela, con bandas entrecruzadas de muchos colores y tocado con un casco cilíndrico que brillaba al sol. Toda la familia lloró su partida… pero de aquello hacía ya mucho tiempo.

Nubia pasaba alegremente los días de su juventud como una fruta que madura poco a poco al sol, consciente de su belleza.

Le gustaba vestirse con mantos de telas ligeras y suaves que dejaban traslucir las formas naturales de su cuerpo y a veces se paseaba simplemente desnuda, dejando que el aire tibio que venía de las montañas fuese su único vestido. Pintaba sus uñas y sus labios de un rojo intenso y avivaba el brillo de sus ojos con unas gotas de antimonio, a veces también daba unos retoques oscuros a sus pestañas para hacerlos parecer más grandes. Solía ir descalza como todas las demás esclavas y por ello cuidaba esmeradamente sus pies, pero pronto se acostumbró a usar unas sandalias de cuero que su ama había comprado para todas a un mercader fenicio, aunque delante de ella siempre se descalzaba como prueba de respeto.

Nubia adoraba a su señora y ella era quien se encargaba de peinarla personalmente y colocarle una oscura peluca oscura y rizada que la favorecía extraordinariamente.

Cuando su ama no la necesitaba, ocupaba todo el día en su arreglo personal y nada parecía interesarle a parte de sí misma. De hecho, así era como se comportaban la mayoría de las mujeres en la sociedad de Egipto. Los hombres juzgaban su frivolidad con indulgencia, como algo intrínsecamente natural en un ser inferior, aunque, comparadas con las mujeres de países vecinos, las mujeres egipcias gozaban de una cierta consideración entre ellos.

Sin embargo un día su mundo pareció cambiar. Todos en la casa estaban muy tristes y comprendió que el amo había muerto en la batalla. También vio que sus compañeras lloraban mucho y que sus llantos, más que de tristeza parecían desesperados, hasta se dio cuenta de que murmuraban cosas entre sí, como si compartiesen un secreto que ninguna quería darle a conocer.

Llegó el día del entierro del amo. Según las creencias de su religión, el alma del muerto había subido al cielo para ser juzgada por el tribunal del dios Osiris. Una vez ante Él, debía declarar los pecados no confesados en esta vida. Habían momificado su cuerpo y ahora lo llevaban a la tumba familiar dentro de un sarcófago pintado con la propia cara del difunto. Ka, su espíritu, debía permanecer a su lado, pero para ello el cuerpo debía conservarse intacto, de otra forma se disolvía junto con los despojos mortales en los que había habitado.

A Nubia la obligaron a salir de la casa junto con sus compañeras de juegos y demás servidumbre y unirse a la larga y fastuosa comitiva. Los sacerdotes llevaban puestas las máscaras que correspondían a sus dioses. El ibis, el buitre, el gato, el buey y el cocodrilo avanzaban solemnes en vanguardia; después venían los carros tirados por los caballos, engalanados y cargados con las provisiones y los objetos de uso personal ya que, según sus creencias, Ka tenía las mismas necesidades en la vida que en la muerte. Más atrás iban los Escribas con sus papiros bajo el brazo, donde estaban escritos los libros sagrados, puesto que el amo iba a ser enterrado conforme a su alto rango…

Al cabo de muchas horas de marcha, la gran Pirámide comenzó a verse a lo lejos con sus cuatro ángulos señalando los puntos cardinales del cielo. A ambos lados del camino se extendían las esfinges, enormes y silenciosos fieles guardianes de la tumba, que parecían mirarla de un modo muy extraño, como para advertirla de un peligro desconocido. Nubia comenzó a sentir miedo.

Llegaron frente al enorme monumento, las puertas gigantescas se abrieron y poco a poco la hilera humana fue engullida dentro de la descomunal piedra que parecía querer tocar al cielo con su vértice. Nubia fue la última en entrar y entonces comprendió. Horrorizada intentó dar media vuelta y salir huyendo, pero los grandes muros de la tumba ya se habían cerrado tras sus espaldas.

Su mente comenzó a girar rápidamente planteándose cosas que jamás había pensado, se daba cuenta que quizá debía haber intentado vivir de un modo distinto; quizá debió ser curiosa y averiguar algo más sobre la vida que se abría mas allá de su jaula de oro; quizá debió intentar huir… Pero ya era demasiado tarde. En el oscuro vientre oscuro de la tumba de su amo ya nadie más volvería a ver sus hermosos ojos ni las bellas formas de su cuerpo cubiertas de sedas perfumadas. Miró aterrorizada a sus compañeras de infortunio que a su lado sollozaban y comprendió entonces cuál era el secreto que nadie había querido compartir con ella, pero no lloró. Se acurrucó en un rincón de la estancia iluminado por las antorchas que poco a poco se debilitaban por la falta de oxígeno y esperó la llegada de la muerte con serenidad.

Había aceptado su destino. No había vivido como una auténtica mujer, pero moriría como tal

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Gloria Corrons
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