Safo (La Vanidad)

(Relato septimo) Grecia, 580, a. C.

Había escrito versos desde siempre. Y así como el pintor enreda su alma en la cabellera de su pincel y el músico galopa en el espacio a lomos de sus notas, Safo no podía vivir sin dejar escapar la suya por la punta de su pluma, porque su alma era demasiado grande para estar prisionera dentro de su pequeño cuerpo de mujer.

Conversaban con ella las musas en sus noches solitarias de la infancia y tampoco ellas faltaron nunca a la cita durante su adolescencia ni en su juventud, pero ya en su madurez vinieron acompañadas del amor, un amor furioso e insensato y entonces algo insólito sucedió, algo que solo puede ocurrir cuando el alma vibra con una fuerza semejante, el genio tomó vuelo y se hizo inmortal. Pero por aquel entonces Safo ignoraba que la desdicha podía obrar semejante milagro y solo sentía la necesidad de escribir a todas horas sobre sus propios sentimientos que la torturaban.

A pesar de todo, Safo poseía todas las componentes para ser feliz, era inteligente, constante y además, después de la muerte de su marido, rica. Los poseía todos menos uno, convencer a su enamorado Faón de la que la amase. Esta fue su única causa perdida. Y es que Safo, nunca pudo comprender, que aunque puede lograrse casi todo lo que está dentro de nosotros, nunca podemos acceder a lo que está dentro de los demás. Y Faon poseía sus propio sentimientos que nunca la correspondieron.

Hacía ya tiempo que había regresado de Sicilia donde fue desterrada a causa precisamente de uno de sus versos, dedicados al tirano Pitaca, pues el carácter integro de Safo no podía consistir las injusticias que se cometían en su patria y su pluma dulce y apasionada podía ser a veces afilada como un cuchillo y causar heridas profundas y dolorosas. Ahora el tirano había muerto y ella estaba otra vez en Grecia, asomada al luminoso y enorme balcón de su lujosa casa, que se sostenía con columnas blancas de mármol mientras dejaba que los recuerdos volasen libremente

El mar parecía un gran lago ligeramente movido por la brisa que bordaba en sus orillas cenefas de encaje. Safo estaba enamorada de aquel mar que sonreía entre rocas e isletas y desde el fondo de golfos y bahías , recortadas como por las mágicas tijeras de un dios, de los ríos que corrían a sumirse en el seno de sus aguas azules, de las muchas penínsulas donde crecían la vid, las higueras, el laurel y el olivo y también de las montañas que salpicaban el suelo de su patria aquí y allá y condicionaban la vida marinera y comunicativa de sus gentes, formando una raza artista, jovial de pobladores de distinta procedencia.

Pero ella ya no se identificaba con ellos porque se sentía muy sola dentro de su lujoso palacio rodeada de esclavos y servidores y ni siquiera la compañía de su hija Cleida la consolaba de aquella sensación de soledad.

Aquel día llevaba un ligero manto echado sobre el hombro que dejaba en libertad el brazo derecho con el que pulsaba las cuerdas de su lira, pero aunque rodeada de tan idílico marco Safo se sentía tan triste que de su boca solo surgían cantos meláncolicos.

Había inventado una medida métrica de versos completamente personal, diferente de las entonces conocidas, pero hasta el momento solo el poeta Alceo, su incondicional enamorado, lo utilizaba… Recordó la carta que éste había hecho llegar a sus manos aquella misma mañana...

Mujer de los bucles violetas,

de encantadora sonrisa,

que yo adoro y venero…

un pudor me detiene...

Safo había sonreído al leer aquella poesía escrita con su mismo estilo, sin rima aparente. Estimaba a Alceo por su valía y se sentía conmovida por su ternura y pasión, pero no le podía corresponder y eludía estas tímidas proposiciones ofreciéndole a cambio intercambiar no sus besos, sino sus versos, porque ella solo amaba a Feón, que contrariamente a Alceo no merecía ni uno solo de sus poemas.

Faón era un hermoso y elegante ejemplar de varón, en una época donde la hermosura física del cuerpo humano era admirada hasta extremos inconcebibles. Para él, Safo, morena y pequeñita no era suficiente, pues en su escala de valores la hermosura era mejor que la bondad y la inteligencia y Safo solo poseía la belleza de su genio.

Dejó el arpa a un lado y los melancólicos cánticos quedaron en silencio entre sus cuerdas. Aquella mañana el sol le hacía cosquillas en los ojos y todo lo que la rodeaba estaba tan lleno de vida que parecía advertirla de que ya iba siendo hora de que reaccionase antes de que fuera demasiado tarde.

Pensó entonces que hacía tiempo que deseaba fundar una escuela de música, danza y poesía que reuniese a un círculo de muchachas nobles como ella, a quienes no solo se les enseñaría a mover con gracia sus cuerpos, manejar delicadamente los instrumentos y a pronunciar con arte las palabras simples de la vida corriente, sino que a diferencia de otras escuelas, se les enseñaría también el arte de amar.

Su ilusión era que ellas nunca llegasen a sumergirse en un porvenir parecido a la mayoría de las muchachas griegas, esposas, valientes madres y amas de casa, pero mediocres compañeras en la cama, que aburrían a sus maridos y eran al final de sus vidas objeto de desprecio. En sus planes, las mujeres serían compañeras iguales a los hombres y les demostrarían con su nivel intelectual que eran dignas de ellos. Quizá si ella misma hubiera sabido antes de casarse lo que ahora sabía, pensaba, su matrimonio hubiese sido distinto y no se hubiera enamorado de Feón, centrando en él todas sus frustraciones y deseos íntimos insatisfechos

Estuvo dando vueltas y vueltas a aquellas ideas, sin advertir que mientras lo hacia Faón quedaba relegado al olvido y cuando abandonó la gran terraza su semblante era ya muy diferente al de cuando llegó, como si de repente se hubiera trasformado en una persona distinta y lo era, una gran idea había cobrado vida en su interior y se reflejaba en el brillo de sus ojos iluminados por el sol, su cómplice.

El benigno clima mediterráneo favorecía las reuniones al aire libre y la vida política y social de las ciudades griegas. Aquella tarde y bajo los pórticos orientales de la plaza pública se albergaban paseantes y mercaderes. Las casas, mudos testigos de aquella agitación estimulante, eran bellas y armoniosas, porque los arquitectos que las habían creado lo hicieron con cánones y reglas totalmente flexibles, no se hallaba en toda Grecia dos edificios igualmente interpretados.

Fedra, antigua alumna de Safo, estaba frente al balcón abierto y mientras dejaba que una de sus esclavas la vistiese, miraba curiosa todo lo que sucedía en el exterior. Para poder colocarse el peplos, la mujer se situaba en el centro de la ropa plegada en dos partes iguales. Dos broches fijaban la tela en la espalda y mantenían colocado el tejido a lo largo de los brazos, formando verdaderas mangas. La ropa iba ceñida al talle con un cinturón y la esclava tiraba hacia arriba, hasta que la tela llegase hasta los pies, para poder luego marcar otro pliegue mantenido por un segundo cinturón. Finalmente el indumento quedaba listo, en toda su insigne elegancia.

Fedra se miró complacida en el espejo donde su esclava le mostraba su imagen.

Aquellos magníficos pliegues que se veían en el tejido habían sido obtenidos marcando los dobleces con las uñas y mojando luego la ropa en un engrudo para después dejarla secar al sol, un largo y entretenido proceso que quedaba recompensado por el efecto estético conseguido.

Peinó los rizos castaños que caían por su frente y mientras se cubría los dos brazos con el himation, se dirigió a una dama que se hallaba oculta en algún lugar de la estancia para decirle.

.- Vamos a llegar tarde a la ceremonia y no quisiera perderme ni un solo detalle… – y dándose una última mirada al espejo añadió. -¿Crees que llevo demasiados brazaletes y collares?. Quizá me he perfumado demasiado el pelo… no hay que olvidarse de que vamos a la ceremonia de la muerte de Safo y no a una fiesta.-

La desconocida interlocutora, mujer elegante como su amiga, se incorporó a su vez haciéndose visible en la habitación –.

.- Dado lo extraño de esta muerte, el templo va a estar más rebosante de curiosos malévolos que de compungidos familiares y discípulos y más va a parecer a una fiesta que a un funeral. Ya sabes el denigrante rumor que se ha levantado entorno a esta muerte. Muchos intentan conservar de Safo una imagen grosera y sensual, de mujer que satisfacía todos sus instintos sexuales con los cuerpos de las discípulas de sus escuelas.-

.- Por eso las mujeres de Grecia han propagado también que se arrojó al mar desde la roca de Leucades, por haber amado a un hombre y verse desdeñada por él.-

.- Pero tú y yo sabemos bien que esta fábula fue inventada por todas las que rehusan pasar por lesbianas.-

Y Fedraañadió levantando un poco la túnica que cubría sus pies para arreglar las cintas de cuero que los cruzaban repetidamente hacia arriba.

.- Mujeres como nosotras, ex- discípulas de sus escuelas.-

.-Sin embargo, sus confidencias sentimentales y explosiones de celos apasionadas muestran los tiernos sentimientos de Safo por sus alumnas.-

.- Oh Cleida, sus poesías contienen algunas alusiones a sus gustos homosexuales, pero tú sabes, que pocos versos indican que Safo deseaba estar físicamente con las chicas que ella amaba tanto. Ni tú ni yo podremos olvidar sus cánticos al Himeneo, sus hermosas imágenes y ante la observación de la naturaleza y sobre todo que intentó colocar a la mujer en el mismo nivel que los hombres.-

.- Pero también sabes querida amiga, que es mejor renegar de Safo que caer en la mala reputación.-

.- Eso siempre.-

.-Fíjate, la plaza ya está desierta.- dijo Fedra asomándose al balcónabierto.- todo el mundo debe de estar ya en el templo.-

.- Vamos, al fin de cuentas, donde Safo se encuentra ahora debe de serle muy indiferente lo que los humanos piensen de ella.-.

.- Y lo importante es que sus versos seguirán en la boca de la gente a través de las generaciones, quizá no se conozca cual fue su vida, perdida entre la leyenda y la historia, pero cuando todos nosotros estemos olvidados, ella seguirá siendo recordada.-

El templo no estaba rodeado de viviendas, sino aislado de la población y situado sobre un alto cerro que dominaba la ciudad. En realidad el monte entero era una ciudad sagrada. Se necesitaba media hora de andar para recorrer el camino que facilitaba la ascensión al templo, alzado sobre una prominencia en forma de terraza y rodeado de muros que facilitaban el acceso. La entrada era monumental y sobre ella, cubierto por tejas multicolores se levantaba un frontón triangular decorado con ricas esculturas y cubierto por tejas multicolores. Sin embargo y a pesar de la apariencia, los templos griegos eran siempre pequeños, pues raramente constituían lugar de reunión sino la morada de dios.

El vestíbulo, se encontraba ya abarrotado cuando Feón se abrió paso a duras penas entre la muchedumbre hasta el santuario en el que se encontraba la estatua de Afrodita. Al fondo de la cámara y en la penumbra, pues la luz no penetraba más que por la puerta, aparecía la estatua del culto, aquello le impedía ver el rostro de la diosa, pero tampoco dejaba ver el suyo a los demás evitando así ser reconocido por la gente

La silueta de Afrodita era gigantesca y los visitantes sentían una fuerte impresión de presencia divina a su lado Al gentío le estaba vedado acceder a la cámara posterior, en la que se guardaba el tesoro y las ofrendas y apenas había si un pequeño espacio donde colocar a tanta humanidad.

Feón contrariamente a la mayoría de sus conciudadanos, llevaba el pelo largo y la barba ya un poco canosa, corta y cuidada. Aunque, como todos, se envolvía el cuerpo con el himation para diferenciarse de los demás él lo usaba sin ropa debajo, ciñendo la prenda fuertemente contra su cintura y combinándola con un largo pliegue que apenas encubría su bien formado cuerpo.

Era atractivo y elegante pero aunque le gustaba enormemente llamar la atención, aquel día prefería pasar desapercibido, sabía que su imagen despertaba los sentimientos más encontrados y no quería arriesgarse a salir mal parado. Sin embargo no podía perderse aquel acontecimiento.

Siempre había correspondido a los requerimientos de Safo con la mayor indiferencia, pero debía acudir a su funeral, aunque solo fuera para comprobar por si mismo como una criatura tan físicamente insignificante como la poetisa, había llegado a semejante altura.

Esperaba que Afrodita le diera una respuesta a su pregunta. Ella era la diosa de la belleza y del amor, reinaba sobre los vientos y las olas porque había nacido de la espuma del mar, los poetas la pintaban como la más bella y hechicera de todas las diosas, cuyos encantos no podía resistir ni el hombre más austero, pero quizá ni la misma Afrodita podría resistir los suyos y se sinceraría con él, quizá le revelaría el secreto del triunfo de una mujer como Safo, que no era hermosa y por que él, Feón, que poseía aquel don divino, no había alcanzado la gloria.

En aquel momento por la puerta penetró un rayo de potente luz que iluminó el rostro de la diosa como si fuera dedicado expresamente a él, entonces una mujer lo reconoció y gritó: !Es Feón, el enamorado de Safo…

Todos los que estaban a su lado se giraron hacia él y lo miraron, y otra mujer añadió después… Que hermoso es… y una tercera… y que alto y que fuerte… También un hombre joven exclamó: !Y que elegante!…

Feón se sintió tan halagado que se olvidó de mirar a Afrodita y sonrió a todos con una mirada preñada de felicidad. Cuando las voces se acallaron, recordó sus propósitos, pero el último rayo de la tarde había desaparecido ya tras las montañas y el rostro de la diosa volvió a sumirse en la oscuridad.

Feón abandonó el templo sin haber hallado la respuesta que había venido a buscar y siguió viviendo tal y como había hecho siempre, en la ignorancia de la verdadera belleza.

Quizá había tenido una oportunidad de descubrirla, pero su propia vanidad se lo había impedido.

Leer el octavo relato

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Gloria Corrons
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