Sulka y Etze, La Danza
Los Iberos, 400 a.C.
Salieron del poblado de madrugada, era un pequeño grupo de hombres y mujeres de pequeña estatura y piel morena. Sus largos cabellos, que llegaban hasta la mitad de su espalda, ondulaban al viento. Pendiente del hombro, sobre uno de sus costados, transportaban sus útiles y alimentos dentro de un jubón teñido de rojo y verde, los pies calzados con sandalias, sujetas por unas cintas que se entrecruzaba hasta la rodilla. Incansables caminantes, acostumbrados al largo camino que debían de recorrer, llevaban las piernas protegidas con correas de metal y polainas de cuero, puesto que debían de cruzar valles angostos y pedregosos caminos , subir altas cimas y atravesar regiones desérticas, ya que habitaban en un país montañoso de paisajes diversos y debían estar preparados para cualquier eventualidad en el terreno.
Con la usual rapidez de quienes están acostumbrados al arte de andar descendieron por el cerro y las murallas que rodeaban el poblado fueron quedándose atrás, recortándose su silueta sobre el cielo de la moribunda noche de plenilunio. Iban a su anual cita con los dioses y también llevaban consigo flautas, trompetas y cestas llenos de frutos para ofrendarles.
Poco a poco a medida que avanzaban, se les iban uniendo otros caminantes que como ellos tenían el mismo destino, y así sucesivamente iba aumentando el número del grupo, hasta formar una verdadera muchedumbre de almas y aunque todos provenían de distintos poblados y hablaban distintas lenguas, todos eran hermanos de raza.
Sulka y Etzé eran hermanos y caminaban muy juntos, sus padres los habían comprometidos en matrimonio desde niños, puesto que ella era la heredera del patrimonio familiar y con esta unión se preservaba la herencia, como era costumbre entre los iberos. Pronto se celebraría su boda, ya que ninguno podía dejar de acatar la tradición de la tribu y los mandatos de sus padres.
Las piernas de ella, que su corta falda de esparto dejaba al descubierto, eran robustas y bien torneadas y se adaptaban perfectamente al paso de su compañero. Era también muy joven y al parecer muy coqueta, pues peinaba sus cabellos de una manera caprichosa, cubría sus brazos con brazaletes y en el cuello llevaba muchos collares de cuentas ensartadas de esparto.
Él debía de tener apenas un año más que ella, fornido y musculoso, gracias a los muchos juegos gimnásticos a los que era muy aficionado, al igual que la mayoría de los muchachos de su edad. Los iberos conceptuaban como principal ocupación y deber del hombre el ejercicio de las armas y de este modo preparaban sus cuerpos para el sagrado deber de la guerra.
Mientras caminaban charlaban animadamente con la alegre espontaneidad de la edad, se sentían contentos y llenos de ilusión ante el largo viaje.
Cada año coincidiendo con la luna llena, centenares de iberos dejaban de combatir entre ellos para, olvidándose de sus escaramuzas y emboscadas, reunirse en fraternal comunión hasta los valles de las lejanas montaña del gran río Ebro. Allí formarían un gran corro donde cantarían, bailarían, comerían y beberían durante tres días y tres noches completas, rindiendo culto al sol y la luna y les ofrendarían los frutos que transportaban desde muy lejos.
Ninguno de los dos hermanos conocía el amor, pero el despertar de su deseo sexual era tan fuerte que les era fácil confundirlo, así pues, aceptaban aquel sentimiento natural como lo único que necesitaban sentir para permanecer unidos durante todo el resto de su vida. Y mientras recorrían juntos los valles, las montañas y los bosques se sentían felices y la risa fácil y abierta acudía a menudo a sus labios en carcajadas espontáneas y ruidosas, persiguiéndose a veces el uno al otro en juegos donde desahogaban la energía que brotaba como un torrente por todos los poros de su piel.
Llegaron al fin al lugar de destino y tras un breve descanso todos los componentes de la comitiva celebraron con gritos de júbilo el encuentro con las aguas del gran río que corría caudaloso cruzando el valle.
Sacaron sus instrumentos del interior de sus jubones y al unísono con los demás se inició la música, las danzas y los cánticos que debían durar muchas horas sin interrupción
Sulka poseía una gran sensibilidad para tocar su flauta y Etzé era una buena bailarina, cuando ambos bailaban y tocaban parecían estar poseídos por un hechizo especial, se entregaban a ello en cuerpo y alma y ninguno de los dos parecía ser capaz de detenerse.
Pero aquel día iba a suceder algo extraordinario; un joven se incorporó al baile solitario de la muchacha, alguien que, como ella, parecía estar poseído por el embrujo de la danza y se acoplaba perfectamente a sus movimientos y cadencias. Todos estaban entregados al frenesí de la fiesta y nadie advirtió que Etzé y su inesperada pareja de baile comenzaron un extraño diálogo en el cual en lugar de palabras utilizaron un lenguaje distinto, pero no por ello menos expresivo, el lenguaje del cuerpo.
Y así mientras Sulka vivía en su propio mundo de notas y armonías, los jóvenes bailarines descubrieron un nuevo sentimient desde lo más profundo de sus corazones y se enamoraron.
Tres días después de baile, cánticos y música, con los estómagos repletos y los cerebros ebrios de vino cálido, los hombres y las mujeres comenzaron a sentir cansancio y sus cuerpos cayeron rendidos uno tras otro sobre la hierba para dormir el sueño reparador de la embriaguez, entonces los jóvenes amantes unieron sus cuerpos en las cadencias de una nueva danza de jadeos, abrazos y besos y consumaron su recién nacido amor, ocultos entre los arboles del bosque a donde su danza fantástica les habían dirigido.
Comenzaba amanecer y lentamente, como recién despertados de un insólito sueño, los hombres y las mujeres se dispusieron a iniciar la marcha y emprender el camino de vuelta.
Etzé‚ al lado de su hermano caminaba con los ojos bajos, sin atreverse a mirarle, pero éste no parecía haberse dado cuenta de lo que lo había sucedido y canturreaba por la bajo la melodía que había estado interpretando durante aquellos días de fiesta.
Ella sabía que pronto seria su mujer y que desde aquel momento le debería fidelidad y obediencia, también sabía que ya no volvería a ver más al hombre del que, sin quererlo, se había enamorado. Pero aunque intentaba evitarlo, solo podía pensar en él.
Cuando ya llevaban varias horas de viaje, sintió de pronto una sensación extraña en su nuca, era tan fuerte que no pudo evitar levantar la vista y girar la cabeza hacia donde le parecía que, sin palabras, la estaban llamando. Entonces volvió a verle y aunque ni siquiera se habían hablado, Etzé comprendió lo que él le estaba diciendo desde lejos y también sin palabras le correspondió.
Después y aunque era más alto que la mayoría de los hombres del grupo, desapareció engullido por el gentío que lo rodeaba y ella continuó la marcha de regreso junto a su hermano.
Pero Etzé‚ ya no reía, su alma se había quedado para siempre en el valle y sin ella ya jamás podría volver a bailar.
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