ALI, el Sacrificio. (Los Beduinos) 500 a.C.

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Alí desconocía la plegaria y sólo invocaba a Dios para obtener su ayuda  en la realización de actos de pillaje y de venganza. Solo creía en la existencia de fuerzas hostiles unas, y amigas otras y su concepto de la divinidad era impreciso.

Los beduinos nómadas no tenían lugar donde rezar y el límpido cielo de su tierra cuajado de estrellas, era su santuario. Sentían en lo más profundo de su ser, que cada una de las rocas, fuentes y demás componentes del desierto tenían un espíritu propio que les daba vida y también sabían reconocer la presencia de espíritus maléficos que recorrían las dunas y las arenas movedizas, silenciosos e invisibles.

Pero aquella noche, aquel beduino que desconocía la escritura y andaba descalzo sobre la arena ardiente, vestido con una burda pieza de tela de pelo de camello que jamás lavaba y que le protegía del sol durante el día y le servía de cama durante la noche, estaba hablando con Dios.

Aquel beduino, nómada como todos los hombres de la tribu a la que pertenecía, que vivían mayormente de la piratería y del pillaje e ignoraban la idea del pecado y del crimen, aquel beduino enjuto y nervioso pero guerrero y altivo, estaba rezando.

Su gente dormía en el interior de las tiendas acampadas en aquel maravilloso oasis que, como un milagro, había surgido en medio del desierto de Arabia; porque Alí, aunque no sabía rezar, si sabía cómo y que pedir y hablaba con Dios de un modo directo y poético, con el lenguaje rico y sonoro de variadísimos matices, que unía a todas las tribus irreconciliables entre sí que poblaban el desierto.

El árabe era el idioma común que hacía de todos los pueblos beduinos un solo pueblo, la lengua soberana de los poetas. Aunque cada tribu usaba un dialecto distinto, todos ellos conocían los cien vocablos para designar a un camello y la riqueza de la palabra inspiraba sus leyendas y hacía que estas se trasmitieran oralmente de padres a hijos.

Con la cara vuelta hacia la oscura profundidad del cielo engastado de ojos brillantes que parecían observarle en mudo silencio, Ali comenzó a hablar:

. -! Oh Fuerza de las alturas infinitas, no conozco tu rostro ni nunca he escuchado tu voz, pero sé que tú eres quien impulsa el viento que mece las arenas del desierto y a ti vengo a implorarte. Aquí la oscuridad tiembla y me envuelve, pero la luz de la mañana tocará ahora la frente de dunas solitarias y lejanas. Hacia tu izquierda esta la noche, a tu derecha está el día y mientras la luna eleva detrás del horizonte su blanca sonrisa, concédeme mi deseo, porque tal como un amante va al encuentro de su amada, así voy yo al encuentro de mi congoja.

Mi esposa favorita Fátima está a punto de dar a luz y si el fruto de su vientre es una hembra, nuestra hija no tendrá derecho a la vida pues ya hemos concebido otras dos.

El día se ha terminado y yo te ofrezco el último resplandor del sol como ofrenda. Acéptalo y concédeme la gracia de un hijo, un varón que aumente la fuerza de mi tribu, acrecentando así el número de brazos fuertes para luchar contra nuestros rivales y dominarlos. –

Cuando acabó de hablar permaneció en silencio durante largo rato inclinado sobre la arena, después lentamente se incorporó y con largos pasos se dirigió hacia el campamento, su silueta esbelta fue empequeñeciéndose poco a poco en la lejanía iluminada por la luna

n las tiendas su gente dormía el sueño reparador que debía darles las fuerzas necesarias para asaltar una caravana que partiendo del Golfo Pérsico, atravesaría el desierto camino de La Ciudad Santa de la Meca cargada con productos de la India.

Los beduinos eran guerreros y su vida estaba llena de peligros. Todos sabían que debían defenderse de la inhospitalaria naturaleza para no perecer y todos sentían en su sangre el espíritu de asociación, la sagrada institución tribal. En ella se concentraba el poder del estado, el amparo de la familia, la tradición de los ascendentes y los ídolos protectores. La guerra era la situación normal de la tribu, que no concebía la unidad. Eran enemigos de sus próximos vecinos y de los más alejados, el fraccionamiento de estas tribus llegaba a un número incalculable, pero cuando un beduino pertenecía a una de ellas, debía acatar sus leyes, fuesen estas cuales fuesen hasta la muerte.

Si se perdía a un hombre, una fuerza, un elemento de combate, la tribu agresora debía perder otro combatiente por ley de igualdad para evitar el desnivel numérico. La venganza estaba considerada como una reparación, algo justo y bueno para todos sus componentes.

El nacimiento de una niña, en una sociedad guerrera y feroz como aquella, era para toda una desgracia y como tal, esta debía ser eliminada sin remordimientos ni vacilaciones.

Alí era uno de ellos y conocía su deber, sin embargo, se le hacía muy penoso cumplirlo, por eso y por primera vez en su vida había invocado a las Fuerzas de la Naturaleza y había hablado con Dios para pedirle un hijo.

Apartó la lona de la tienda para entrar en ella y al mismo tiempo con la otra mano se apoyó instintivamente en la hoja cortada, encorvada y corta de dos filos que llevaba en el cinto…

El rostro de Fátima se descompuso al verle; la mujer yacía desnuda entre burdas ropas de pelo de cabra que durante el día le servía también de vestido  y las gotas de sudor hacían brillar su piel cetrina como si fuera una joya. Con un gesto inconsciente intentó ocultar el pequeño cuerpecillo que se acurrucaba a su lado, sorbiendo ávidamente la leche de su pecho. Ali comprendió que su hijo acababa de nacer y acercándose a ella, levantó en vilo el pequeño bulto de carne morena que al ser desprendido bruscamente de su madre comenzó a llorar con desconsuelo.

Fátima no habló, ni hizo nada para impedirlo, conocía también el sentido del deber y el deber se imponía a todo, incluso a sus sentimientos de madre. La mujer no tenía ninguna importancia en la tribu beduina, únicamente desempeñaba el papel de esclava, aunque estuviese ligada a la familia por vínculos de sangre. No era digna de sentir, ni de pensar, ni de expresarse, carecía de todo derecho, ella solo servía para la reproducción, los quehaceres domésticos y las labores del campo y Fátima lo aceptaba como algo natural.

De pronto el llanto del recién nacido cesó y todo fue silencio, al cabo de unos instantes que parecieron eternos solo se oyó el sordo chasquido de la cimitarra regresando al cinto de Alí. Poco a poco una mancha de sangre fue extendiéndose por el suelo de la tienda. En el exterior, el viento del desierto parecía haberse hecho más denso y extraño, como si la muerte lo hubiese inundado todo con su aliento de desolación.

Gloria Corrons
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