Jane, La Hipocresía

Los Calvinistas. America del Norte. 1630

 Aquellos hombres y mujeres  despreciaban las riquezas, las doctrinas y el poder y en todo  veían la predestinación divina. Los ángeles eran sus guías. Creían que habían sido elegidos por el Creador antes de que existiera el Cielo y la Tierra para gozar de la felicidad eterna y sostenían sus convicciones con tal exaltación religiosa, que esta energía los hacía fuertes ante los demás.

Habían embarcado en el puerto de Plymouth en Inglaterra, en número de 101, el día primero de agosto del año 1620, en un pequeño barco que se lanzó a la mar para emprender la peligrosa aventura de cruzar el Atlántico.

Se llamaban a si mismo Padres Peregrinos y según ellos, iban a instalarse al Nuevo Mundo junto a sus familias para adorar a Dios, en una nueva nación a través del Océano. Pero sus compatriotas les llamaban puritanos en son de mofa por su intolerante conducta y austeridad que los ridiculizaba y la realidad era que después de haber mantenido duras disputas con las autoridades civiles y eclesiásticas, se veían obligados a refugiarse en tierras lejanas. Eran gente inflexible consigo misma y con los demás, querían reformar a fuego y hierro a la Iglesia anglicana  por considerarla demasiado católica, sin importarle la independencia de los fieles.

Ahora se hallaban allí, en la cubierta del pequeño barco que zarpaba a la más absoluta aventura, absortos en la contemplación de la eternidad, del mismo modo que sus ojos en la contemplación de la franja de tierra inglesa que se empequeñecía frente a ellos a medida que el barco se adentraba en un mar tan misterioso y desconocido como su futuro.

Pero no tenían miedo porque para ellos cualquier evento por insignificante que fuese lo atribuían al Altísimo, no tenían miedo porque el entusiasmo  de servirle  les había hecho estoicos y les apartaba de la influencia del peligro y la corrupción.

Hombres y mujeres y niños ofrecían una imagen patética dentro de su ingenua vanidad. Se habían cortado el pelo para protestar contra el uso de las pelucas, tan en boga por aquellos tiempos y que ellos consideraban un insulto a la divinidad del hombre e iban vestidos con gran sobriedad.

Los hombres con corta capa, botas de cuero y sombrero de fieltro de ancha ala, sin cordón ni pluma y las mujeres con largas faldas, recatados corpiños, cofias y delantales blancos, aunque dominaba como nota peculiar de sus vestidos el negro y el gris oscuro.

Jane era demasiado pequeña todavía para comprender nada de todo esto. Con sus pequeñas manos gordezuelas se agarraba a la falda del largo vestido de su madre. Se sentía muy confusa por todo aquel ajetreo que la rodeaba y sus redondas mejillas estaban cubiertas por gruesas lágrimas que resbalaban desde sus grandes ojos azules. A ella le hubiera gustado seguir viviendo rodeada de sus queridos campos siempre verdes a los que la lluvia hacia brillar. Allí había nacido y ellos eran toda su vida. Creció junto a los animales de la granja que había sido su hogar y ellos eran también parte de su familia, como sus mismos propios padres y hermanos. Ahora sin saber porque, había tenido que dejarlos y el mar tan grande, de un frío color gris metálico la asustaba mucho, nunca había visto tal cantidad de agua junta.

A pesar de que su madre estaba a su lado, no podía dejar de sentir miedo y desamparo, le hubiera gustado preguntarle por qué habían dejado su casa y se hallaban allí encima de aquel extraño artefacto que se movía y la hacía sentir enferma, pero no podía hacerlo porque Jane era aún demasiado pequeña para poder hablar, por eso lloraba en silencio, como el único modo de dejar escapar la gran pena que se asfixiaba dentro de su alma.

 Aunque Jane fuese demasiado joven para poder expresar con palabras sus sentimientos, había algo que no hacía falta que nadie le explicase, sabía, no con la inteligencia, pero si con el corazón, que ya nunca más volvería a ver a sus gallinas, sus patos y sus cerdos, ni tampoco los prados  los árboles y las flores que rodeaban la pequeña granja de su nacimiento. 

Sabía  también que a partir de aquel día todo iba a ser diferente para ella y este convencimiento interno le hacía llorar con desconsuelo.

En pocas horas estuvieron en alta mar. La travesía duró 63 días, durante los cuales los puritanos tuvieron que luchar contra los elementos y soportar estoicamente una tormenta tras otra. Desde su estrecho camarote, la niña acurrucada al lado de sus hermanos escuchaba aterrorizada el ruido que las enormes olas producían al chocar violentamente contra los laterales de madera del barco. Dentro de su joven mente sus pensamientos eran mucho más profundos de lo que los mayores podían llegar nunca a suponer, aunque solo tenía  dos años y no sabía lo que era la muerte, la intuía.

La travesía fue terriblemente larga para todos y especialmente para Jane que no sintiendo aquel grado de gracia divina que tan orgullosos volvía a los puritanos ante los hombres y las cosas de este mundo, sufría.  Sus sufrimientos no se quedaban a flor de piel, como ellos pensaban, sino que calaban muy hondo en ella conformando para siempre la personalidad que marcaría su futuro de mujer adulta.

Los componentes del grupo en su ciega pasión por Dios habían dominado  la piedad y la ira, la ambición y el miedo, el atractivo de la voluptuosidad y hasta el horror de la muerte y aunque sonreían y lloraban, pasando del dolor a la alegría, nunca era por las cosas de este mundo y por eso nadie tomaba en consideración el llanto de Jane y tampoco nadie se ocupaba demasiado de ella, ni siquiera su madre.

En realidad, su madre nunca había parecido dedicarle suficiente tiempo porque estaba siempre demasiado ocupada con las cosas de Dios y su conducta hacia su hija había sido más bien fría y distante. Su padre era un pastor protestante de marcada influencia calvinista, de extremado rigor moral y doctrinal, que preocupado por los discursos que debía prepara a sus fieles tampoco disponía nunca de tiempo para dedicarle y miraba con desprecio a los demás hombres porque se creía poseedor de un tesoro más poderoso que todos: la iluminación.

Los días se sucedían uno tras otro y cuando las tormentas cesaban el sol abrasaba sin piedad sobre las cabezas de los embarcados. A veces Jane tenía tanto calor bajo las gruesas telas que cubrían su pequeño cuerpo, que intentaba quitarse las medias que asfixiaban sus pies, pero su madre se lo impedía siempre, ya que el extremado rigor moral de su doctrina impedía que hombres y mujeres aligerasen su vestimenta. Los puritanos creían que el cuerpo era algo impuro y pecaminoso y ni siquiera la tierna edad de la niña estaba exenta de transgredir la norma.

Así pues, Jane, para protegerse de los rayos del sol, apenas si salía a la cubierta y pasaba las horas tendida sobre unos almohadones extendidos sobre el sucio suelo del camarote, comía poco y los continuos mareos, unidos al calor, la mala calidad de la comida y la falta de higiene, le habían provocado un estado de desánimo que la hacía dormir durante largas horas, entonces soñaba que al despertar todo volvía a ser como antes, pero cada vez que abría los ojos y se daba cuenta de que todo seguía igual, deseaba volver a dormirse para siempre.

Un día la pesadilla pareció terminar para la pequeña Jane y el resto de los  peregrinos que viajaban a bordo de Mayflower, la costa de América del Norte se dibujó limpiamente en la lejanía del horizonte y todos estallaron en exclamaciones de gozo y alegría. Dios los había protegido y salvado de todos los peligros a los que se habían expuesto durante aquellos terribles días de navegación, no en vano eran nobles por privilegio divino y habían sido sus elegidos. Cuando desembarcaron y tocaron aquella tierra por vez primera cayeron de rodillas y devotamente dieron gracias a Dios por haber llegado a buen puerto.

Durante los primeros días que sucedieron al desembarco exploraron la costa, la tierra era salvaje y desierta y parecía rechazarles continuamente porque cada noche regresaban exhaustos y desanimados sin poder hallar un lugar adecuado para asentarse y nunca sabían si al día siguiente encontrarían algo para comer.

A Jane no le gustó aquella nueva tierra donde no había campos con flores ni verdes montes, allí todo era blanco y triste. Hacía tanto frío que los pies y las manos parecían abrasarle y tenía tanta hambre que el estómago se le encogía. Allí tampoco podía jugar con sus hermanos, porque poco a poco y uno tras otro, se habían ido durmiendo y ya no habían vuelto a despertar.

Hasta que un día su madre también se durmió para siempre. Su padre le contó que había ido a reunirse con ellos y con Dios A partir de entonces Jane solo esperaba que llegase la noche, para sumirse en aquel sueño eterno que la arrebatase para siempre de aquel lugar y la llevase al Cielo donde ellos se encontraban.

Las relaciones entre los indios y los recién llegados fueron al principio sumamente amistosas. Tras un largo período de convivencia, los indígenas enseñaron a los ingleses a trabajar la tierra que tan inhóspita les había parecido al principio, a cultivar el maíz, cereal apenas conocido a la otra orilla del Atlántico y a utilizar los restos del pescado como abono, entre otras muchas cosas. Paralelamente se estableció un intenso comercio entre ambas civilizaciones porque comprendieron que la cooperación era el mejor camino para la convivencia.

Jane se había convertido en una joven, que destacaba entre todos los demás componentes del grupo por su vitalidad. En realidad, ella nunca se había considerado escogida por Dios, sino que solo creía ser un ser humano embarcado en la aventura de la vida y así pues pasaba más horas intentando vivirla, que en la Iglesia.

Desde muy niña frecuentaba el poblado de los indios, acompañando a su padre en las visitas que les hacían para intercambiar los productos de la tierra que cultivaban y también a través de ellos, había conseguido integrarse en aquella nueva patria que tanto había odiado cuando llegó.

Casi sin darse cuenta había ido substituido a su familia por una de las tribus indígenas que habitaban cerca del poblado inglés y en ellos halló todo el calor que nunca pudo encontrar entre los suyos, pues su padre continuaba más ocupado hablado con Dios que con ella.

Sin embargo, Jane sabía que, en el fondo, los indios eran considerados por sus compatriotas como unos seres salvajes, descreídos y holgazanes a los que solo toleraban por conveniencia. Y también se daba cuenta de que el resentimiento de los indios comenzaba a aumentar, sobre todo a medida que nuevas expediciones de europeos iban llegando al país e iban naciendo florecientes ciudades a orillas del océano Atlántico e incluso más al interior. Las nuevas oleadas de colonos en su camino hacia el oeste usurpaban las tierras de los indígenas y los incidentes comenzaban a proliferar, especialmente aquel verano de 1936 cuando un comerciante de la ciudad de Boston fue asesinado en Block Island por un indio de la tribu pequot y los colonos británicos organizaron una expedición de castigo.

Jane se sentía avergonzada de aquella actitud y temía que aquel incidente le impediría ser bien recibida entre la tribu nativa que la había adoptado. Decidió tomar una decisión que cambiaría su vida para siempre. Aquella tarde se encaminó como de costumbre hacia el poblado indio completamente decidida abandonar a sus compatriotas y renunciar a su propia raza.

El chamán alcanzaba el estado de éxtasis mediante sus bailes y cantos que podían durar horas y horas, llevaba puesta una máscara de vivos colores e incansable, retorcía su cuerpo y agitaba sus manos al son de una música monótona y grave, así se comunicaba con los espíritus ya que no en vano era el intermediario entre el hombre y Dios. El concepto del bien y el mal  se encarnaba especialmente en el brujo de la tribu, el chamán, creencia que se perdía en los albores de la historia.

Aquel día, en aquella ceremonia, se pedía algo muy especial a los dioses, su aprobación en la adopción de Jane como un miembro más en el seno de la tribu  y el destino de aquella muchacha inglesa dependía de su veredicto.

Ante la duda, la niña perdida que un día embarcó en el Myflower rumbo a lo desconocido volvía a sentirse desamparada. Hacía tiempo que había perdido a su patria y junto a ella su hogar y sus hermanos. A sus padres nunca los perdió porque nunca los tuvo, ya que solo su Dios, intransigente y cruel los había poseído. Ahora solo podía confiar en que aquel otro Dios de los indígenas, que hablaba a través de aquel brujo oculto tras una máscara  y embadurnado en pinturas  se compadeciese de ella y la aceptase.

Cuando el chamán terminó su danza se acercó a la joven que sentada en el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza erguida esperaba pacientemente el veredicto que había de decidir su destino. No le dirigió la palabra, simplemente le ofreció su mano para alzarla. A partir de aquel momento, Jane sabía que era una más entre los miembros de la tribu. Entonces todos los componentes de la misma se acercaron a ella para abrazarla y Jane pensó que el Dios de sus padres no podía ser verdadero, porque no había amor en Él y en el fondo de su corazón sabía, con aquella sabiduría innata que conservaba desde la niñez, que Dios es solo amor.

n el año de 1639 las autoridades de Massachusetts, autorizaron a un grupo de colonos británicos al mando del capitán John Mason, a exterminar a casi la totalidad de los indios pequots.

Olvidando incluso a los que habían bautizado y se mostraban orgullosos de la civilización de los invasores, se dirigieron a su más importante reducto y mataron más de 5000 de sus habitantes. Los supervivientes fueron perseguidos y la tribu diezmada.

En el periódico Weekly Leader, un pastor puritano de la iglesia reformadora calvinista escribió después un artículo que decía así:

Los indios son un tropel de infames ladrones vagos y apestosos infieles que todo hombre honesto no puede menos que desear sea exterminado. El firmante de semejante artículo era el padre de Jane. Sin duda no sabía al escribirlo, que su hija desaparecida hacía tiempo de su lado estaba entre las víctimas de la masacre.

Gloria Corrons
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