Confucio, La Enseñanza
China, 500 a.C.
El país se hallaba en plena decadencia, aumentaba el bandidaje y la incultura, los soberanos olvidaban las tradiciones y el cultivo de las artes, se menospreciaba la sabiduría y la rectitud moral y ello organizaba continuas guerras interiores entre estados feudales, una incertidumbre en el futuro y una inquietud interior.
Así era la China en aquellos remotos tiempos y así la encontró el espíritu del hombre que nació (nunca sabremos sí por azar o por su propia voluntad) en el pueblo de Kuo Li, cerca de la ciudad de Tsou en el ano 551 antes de Jesucristo.
Pero lo cierto es que en tiempos semejantes, acostumbra el destino de la humanidad a encontrar la superación en la simple existencia de un ser humano, cuya vida y enseñanzas llegan a ser un faro poderoso para los elegidos que le comprendan y quizá Confucio, que tal era el nombre de ese hombre sabio, eligió esa fecha y su lugar para aparecer sobre la Tierra, una vez preparado tras una serie de múltiples reencarnaciones, a asumir el papel trascendental que debía interpretar en el teatro de la vida humana.
Aunque en realidad Confucio, durante el transcurso de su existencia, nunca hizo confidencias sobre el Mas allá, ni dio a entender que le preocupasen los problemas de la supervivencia del alma, de hecho resumió su doctrina a un solo precepto: No hagas a los demás, lo que tú no desees que los demás te hagan a ti.
Sus enseñanzas nunca aludieron a algo nuevo, difícil o complicado, sino que simplemente se reducían a estas tres reglas: recto pensar, recto sentir, recto obrar. No pretendió ser santo, ni profeta, ni poseer la clave de los secretos del Universo, su empeño más ferviente era conseguir que el hombre obrara bien Y sin quizá proponerlo descubrió la clave de este secreto.
La naturaleza no fue pródiga en cambio con su cuerpo terrenal, ya que su aspecto era un tanto cómico. Tenía la nariz de anchas aletas acampanadas, los ojos oblicuos, la cabeza con una protuberancia en la parte superior y la barba y los bigotes le colgaban de la cara en tres grandes flecos. Sin embargo era un hombre de complexión vigorosa y aventajada estatura, que solía cubrir con una vestimenta que recordaba el kimono de los japoneses.
Confucio aprendió a cantar y a tocar el laúd y la cítara desde niño, llegando a ser un músico inspirado. Se casó muy joven y se dedicó a vivir una vida privada y tranquila hasta su madurez, entonces quiso hacerse experto en lo relativo a las reglas que regían el ceremonial de la música y abandonando la pequeña provincia donde había nacido, se trasladó a la capital con el fin de ampliar sus estudios. Allí tuvo que ganarse la vida dando clases, pero solo cobraba a la gente con recursos, a los que no tenían dinero les enseñaba gratuitamente, porque nunca ambicionó la riqueza y el poder, ya que no creía en la aristocracia de la sangre y afirmaba que por naturaleza, todos los hombres son iguales.
En una de sus clases conoció a la joven Li Che Ti. Sus padres la llevaron ante él atraídos por su fama de músico y maestro en el arte de la etiqueta. La niña contaba tan solo 10 años de edad y era la primera vez que se la permitía salir de la casa paterna. Tenía un rostro de marfil enmarcado por negros cabellos sueltos a ambos lados de las mejillas y sus pies habían sido reducidos a tres pulgadas, como indicativo de que su poseedora no había nacido para el trabajo. Aquello era considerado como algo de suprema elegancia entre las nobles familias chinas, la reducción de los pies sólo sucedía a una de cada cinco hijas de familia y a ella le había tocado el honor de ser la quinta. Un honor que había supuesto para la niña haber sido sometida al tormento de unos vendajes compresores que provocaban a veces no solo una simple atrofia, sino la rotura de los dedos y que no estaba destinado para las mujeres de humilde cuna, que solo se libraban de semejante suplicio para ser convertidas en verdaderas bestias de labor por sus maridos.
Su enseñanza con el maestro duró varios años. Al llegar a la adolescencia, la joven peinaba sus cabellos en una larga trenza que llevaba recogida sobre la cabeza como signo de haberse convertido en una mujer. Y a los 15 años, cuando se prometió con Yu Fu Hag, adoptó una aguja de plata sobre su peinado, lo que equivalía al símbolo de prometida.
Entonces Li Che Ty ya sabía, porque así se lo habían enseñado, que la estima que futuro esposo le dedicaría en su matrimonio estaba en funciones al tamaño de sus pies y que no debía hablar de ellos nunca ni mostrarlos delante de otra mujer. Tampoco los necesitaría para caminar, puesto que una vez casada y después de un necesario aprendizaje en el arte de hilar, tejer y bordar, algo de música y el ceremonial tradicional de las costumbres de sus antepasados, solo saldría de su casa previo consentimiento de su marido para visitar a una amiga o a sus padres y conducida siempre en un recatado palanquín.
Su futuro esposo probablemente contraería matrimonio con cuatro o cinco esposas más, pero ella seria la preferida entre todas, las otras adaptarían zapatos muy elevados sobre el tacón y suela gruesa inclinada hacia adelante para dar a sus pies el aspecto de los suyos, lo que las obligaría a caminar apoyadas en la extremidad de los dedos, pero ninguna, aunque intentasen imitarla, poseería ese andar balanceante de los pies que han sufrido la reducción y que los poetas comparaban con el vuelo de las mariposas.
Li.Che-Ti era una joven despierta e inteligente, aprendía deprisa las artes y ciencias que le enseñaba su maestro. Antes había sido sumamente coqueta porque lucia gran cantidad de adornos personales en sus vestidos y mostraba gran preferencia por los afeites, pero poco a poco fue perdiendo gran parte de su vanidad y dejaba que fueran los sirvientes quienes siguiesen maquillándola y vistiéndola, consciente de su deber de agradar a su futuro marido.
Ellos solían pintarle un lunar artificial, grande y de un rojo encendido entre el labio inferior y la barbilla y una línea vertical en carmín en el entrecejo, también arqueaban sus cejas en negro y conocían a la perfección el arte de achicar sus ojos, según las modas del momento y además, enfundaban sus dedos en dedales de plata que protegían sus uñas extremadamente largas y le colocaban pendientes tallados en coral en las orejas, collares de cuentas vegetales en el cuello y anillos de jade en las manos.
Así pues y aparentemente, Li CHe Ti, correspondía al perfecto ideal de una joven china de buena familia, sin embargo, en su interior difería mucho de lo que aparentaba, pero este interior era desconocido por todos, por todos menos por su maestro.
Él le había enseñado no solo el arte de la música, las tradiciones y el culto a los antepasados, sino el arte de bien pensar. Solía decirle a menudo, en sus horas de charla, que el camino de la verdad consiste en no engañarnos a nosotros mismos. Trataba así el maestro de hacerle ver a Li Che Ti, que toda aquella parafernalia a que había estado sometida desde niña y que ella siempre había considerado como algo natural, podía ser tan solo la imagen que los demás querían ver en ella, más que su propia imagen.
Estas reflexiones podían resultar muy peligrosas para una joven educada del modo tradicional, especialmente si la joven era inteligente, puesto que podían significar el despertar de un letargo que tal y como estaba constituida la sociedad china, no podían llevarla más que a la desgracia.
El maestro también solía decirle, entre pausa y pausa en la enseñanza del laúd, que el camino de la verdad es fácil de hallar y que el único inconveniente es que la mayoría de los hombres no lo buscan.
Si los padres de la hija de familia hubieran siquiera sospechado las ideas que poco a poco el sabio introducía en su mente se hubieran escandalizado y con razón, pero el gran pensador no podía dejar de sentir compasión por aquella mujer dirigida y monopolizada como si fuese un juguete.
Juzgaba Confucio, que a todos nos alienta un impulso hacia lo alto y la idea básica de su doctrina era la de que todo ser humano ha de mantenerse en continuo crecimiento, por eso él deseaba que su discípula fuese dueña de sus propios pensamientos.
La relativa sencillez que él veía en la vida, le permitía pretender solucionar problemas materiales y sociales con principios puramente espirituales. Según sus criterios, bastaba actuar en un sentido, para que todos los demás respondieran a su vez, pero tal idea resultaba especialmente utópica en China, donde los vínculos familiares eran más estrechos y fuertes que en ningún otro sitio y las tradiciones eran extremadamente arraigadas y cerradas a influencias extrañas., pero Confucio arremetía contra la realidad con todas las consecuencias, incluso la amenaza de su propio destierro.
Un día, la discípula visitó a su maestro con el semblante muy apenado y al preguntarle éste por la causa de su tristeza, la joven le contestó que aquella era la última vez que le sería permitido verle.
Esa tarde fue ella quien habló durante largo rato mientras el sol caía lentamente tras los biombos de bambú y el maestro la escuchó atentamente sin interrumpirla ni una sola vez.
Cuando la joven terminó de hablar Confucio se quedó pensativo y recordó sus propias palabras: No te creas tan grande que te parezcan los demás pequeños. Y comprendió que era el momento para aprender de su propia filosofía.
La joven china de buena familia le había dado una lección que jamás podría olvidar. Después la vio partir montada en su palanquín portado por servidores, protegiéndose del sol con su quitasol de seda y ocultando recatadamente su rostro tras su abanico redondo de plumas.
Confucio ya no volvió a verla y los años que siguieron después de aquella conversación, ya no pudo dedicarse más a la docencia. El maestro sintió enormemente perder la compañía de la inteligente joven, a quien había tomado mucho cariño y su dolor fue doblemente grande, porque sabía que el camino que ella emprendía en su matrimonio, era un camino sin retorno que jamás la conduciría de nuevo a él.
Meditó largamente y con su imaginación creó un demonio familiar a quien él llamó el duque de Tschou y que representaba el arquetipo de todas las virtudes del hombre superior. Con aquel espíritu mantenía día tras día conversaciones visionarias. En estas confidencias Confucio le revelaba sus dudas e imaginaba que el duque le descubría secretos sobre el saber más profundo, ya que él no se sentía capaz de enseñar, sino de aprender.
A partir de entonces su vida fue un continuo peregrinar para encontrar un heredero espiritual del duque, un príncipe capaz de seguir sus principios y organizar sus territorios de un modo que fueran el ejemplo de los colindantes, hasta ser así sucesivamente el espejo del mundo.
Intentó inútilmente conseguir que se le concediese algún cargo importante en la administración pública y aunque viajó varios años por China, con la esperanza de encontrar un monarca que le proporcionase la ocasión de realizar las reformas con las que soñaba, nunca lo consiguió.
Viejo y cansado, se retiró a su lugar de nacimiento, donde murió en el año 479 a.c. convencido de que su vida había sido un fracaso.
Fue enterrado en el cementerio de Kuofon y sus discípulos lo lloraron como a un padre, guardándole tres años de luto riguroso, empleando ese tiempo en recoger y recordar las experiencias del Maestro.
Estas recopilaciones se convirtieron siglos más tarde en la Biblia de la nación China, pero quizá nunca se hubieran escrito, si las siguientes palabras de una joven que nadie recuerda, no hubiesen quedado marcadas a fuego en su corazón:
.- Mis padres han fijado ya el día de la boda, pero quiero que sepas maestro, que voy al matrimonio contra mi voluntad aunque no puedo hacer nada para evitar mi destino. Yo desearía quedarme, pero mis pies no pueden caminar para seguirte, porque son tan pequeños y están tan deformados que apenas pueden sostenerme. Tampoco puedo vivir de mis manos que solo saben bordar, tocar las cuerdas del laúd y adornar jarrones con flores.
Me han educado para ser un ser perfectamente inútil que solo sirve para alegrar la vista de mi esposo con mi belleza y mis cualidades sociales y para ofrecerle el cálido refugio de mi cuerpo cuando él quiera desahogar la llamada de su sexo. No he nacido para mí, sino para los demás. Soy la imagen viviente de lo que mis padres han querido que yo fuera, y yo no he tenido opción para elegir.
Pero como el pájaro que canta dentro de su jaula de oro, feliz por ignorar que hay algo más allá de su prisión, yo no seria consciente de mi desgracia si tú no hubieras despertado mi inteligencia con tus palabras.
Tú le has dado a mi alma las alas que le faltan a mi cuerpo. Has abierto los ojos de mi razón y me has hecho comprender la realidad de mi vida y ahora estoy condenada a vivir hasta la muerte separada de mi espíritu, porque él ya conoce lo que yo nunca podré conocer.
Tú eres un hombre sabio y dices lo correcto, tú me has enseñado que a donde quiera que vaya lo haga de todo corazón. Dime tú, sabio entre los sabios… ¿cómo podrá latir el mío dentro de un cuerpo sin alma? ¿Cómo podré vivir estando muerta?
Tú eres un hombre sabio, pero quizá deberías aprender de una ignorante como yo, que la verdadera sabiduría sola lo es cuando se aplica adecuadamente, ya que si no es así, lo destinado a encontrar la felicidad también puede ser la causa de la desgracia.
Voy a casarme mañana y todo está preparado para mis esponsales. Mis cabellos serán cortados en ángulo sobre mis sienes y recogidos en lo alto de mi cabeza con dos agujas de oro cruzadas entre sí que simbolizarán mi nuevo estado de mujer casada.
Mucho hemos hablado en todos estos años y tus palabras estarán guardadas dentro de mi corazón como el más valioso de mis tesoros. Pero quiero que sepas también que con estas palabras, lejos de darme la libertad, me has condenado para siempre.
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