Amytis y KIndara (La Sensualidad)

(Relato noveno) Persia, 540 a. C.

La vía que unía Susa con Ecbatana era larga y el jinete que recorría el último tramo del camino era el último relevo. El primero había salido de la ciudad persa hacia tres lunas y el que llegaba a la ciudad de los medos había cabalgado durante todo el día y tenía ganas de llegar a su destino, porque como buen seguidor de la doctrina mazdeista, las tinieblas eran el reino de Ahrimán dios del mal y durante la noche, cuando el sueño paraliza toda actividad humana, los malos espíritus se pasean libres impidiendo el riego de la tierra y las faenas del campo, los animales malignos, amenazan calladamente y así el hombre pierde terreno a su peor enemigo, el desierto. Su caballo aunque nada sabía de todo esto, estaba tan cansado como él.

El rey Ciro, gran conquistador y general, había establecido una red de contactos, entre los vastos confines de su Imperio y el emisario sabía que la misiva que obraba en su poder debía de ser entregada lo mas rápidamente posible, así pues aceleraba el galope. El gran general había hecho pruebas de resistencia antes de emprender las diferentes rutas y nunca se forzaba al caballo más de lo que este podía resistir, así pues el jinete apremiaba al animal dentro de sus limites.

Ya entrado el amanecer, la silueta del templo de la ciudad de Ecbatana se perfiló claramente sobre el fondo del cielo que comenzaba a iluminarse por el sol que acababa de nacer. En pocos minutos el emisario se encontró a las puertas del Palacio.

Los guerreros de la guardia real, ataviados con gran riqueza, vinieron a su encuentro. Vestían una larga túnica y encima de ella, una especie de caftán bordado y de rico colorido, un estrecho turban ceñía su cabeza. Él les entregó sus credenciales y ellos se apresuraron a franquearle el paso y ocuparse de su caballo.

Avanzó con rapidez por el palacio, siempre escoltado por la guardia. La misiva real debía entregarla en mano a Amytis, hija de Astiajes, rey de los medos tal y como se le había ordenado Ciro, señor absoluto del Imperio Persa.

Tras recorrer interminables pasillos bordeados de grandes columnas rematadas por toros alados esculpidos en piedra, llegó al fin a los aposentos de la princesa revestidos de cerámicas de brillantes colores. Un eunuco se adelantó a su encuentro y le saludó con una ligera inclinación de cabeza, a quien éste correspondió.

La ley prohibía a las mujeres mostrarse ante ningún hombre que no fuese su marido y sus hijos. Así pues Amytis permanecería oculta a sus ojos durante la entrevista, pero él debía obtener una repuesta de su propia mano para confirmar que ésta había recibido la misiva de su señor.

Tras cortinajes de seda roja se hallaba la princesa, rodeada de sus esclavas. Cuando le fue entregado el mensaje, operación efectuada siempre ocultando su rostro de miradas extrañas, no le hizo falta abrir el envoltorio, cuidadosamente envuelto en una piel de lobo, para saber que contenía su anillo de boda. Sabía que Ciro, tras haber derrotado a su padre en el campo de batalla le había pedido su mano de este modo quería legitimar su conquista y aunque ella nunca le había visto, ni siquiera en imagen reproducida en escultura o pintura, sabía lo que todo el mundo contaba de él, que era un hombre valiente, bueno, lleno de inteligencia y dotes de mando, querido por su pueblo y por todos los pueblos que conquistaba a su paso, pero le hubiera gustado ver su rostro, nadie le había dicho si era un hombre bien parecido,aunque eso en realidad tenía muy poca importancia puesto que su destino como mujer ya estaba decidido por otros.

Iba vestida con una larga túnica color de púrpura, bordeada de blancas bandas bordadas y ceñida por un cinturón, se cubría la cabeza con una tiara bordada en oro que enmarcaba su rostro atezado de pómulos acusados y grandes ojos negros resaltados por una línea oscura. Sus brazos iban cubiertos de brazaletes y pulseras y sus tobillos ceñidos con ajorcas multicolores. Su cabello ensortijado caía caprichosamente sobre su cintura esbelta, envuelta en las preciosas telas que se amoldaban a su cuerpo como una segunda piel.

Dio como respuesta un anillo de oro y plata procedente de Libia, una magnifica joya que había pertenecido al rey Creso, famoso por sus grandes riquezas y que su padre le había regalado después de apoderarse de ellas. Se sentía halagada de haber sido escogida por un hombre tan bueno y valeroso y a la vez sentía un alivio profundo al abandonar a su padre el rey Astiajes, con sus vicios y crueldades odiado por todos, hasta el punto que con su conducta cruel, había incitado al joven Ciro a atentar contra el poderío de los Medos y destruirlo. Ahora con su noble gesto, no solamente no dejaría de ser princesa, sino que se convertiría en la esposa del hombre más poderoso de su tiempo y la emperatriz de un vasto Imperio.

Cuando el emisario hubo partido, Amitys y sus esclavas salieron de detrás de las cortinas que las habían ocultado y ocuparon toda la estancia. La princesa miró con tristeza a Kindara, su esclava preferida que estaba sentada a sus pies, una joven mujer de aspecto delicado envuelta bordados y joyas, dejarla era su único gran dolor, la amaba profundamente y ella la correspondía con la misma pasión. Lo habían descubierto un día en que todas fueron a bañarse juntas en el río.

Aunque era una mañana radiante de finales de primavera, el agua procedente del deshielo de las altas montañas, estaba aún muy fría y las demás mujeres se habían quedado en la orilla sin atreverse a bañarse, solo ellas dos habían tenido el valor de despojarse de sus ropas y sumergirse en las aguas procedentes del deshielo de las altas montañas.Tuvieron que abrazarse para darse calor la una a la otra y entonces sucedió el milagro. El contacto de la suave piel de Kindara pareció trastornarla y no pudo evitar el deseo de acariciar sus senos jóvenes y turgentes. Sus compañeras las miraban desde la orilla y se reían de lo que creían juegos, mientras las dos mujeres bajo las aguas de color azul intenso del río, descubrieron todo un mundo desconocido de sensaciones, que repitieron entre las sábanas de su lecho durante muchas noches.

Nadie conocía su secreto, y ellas no sabían si lo que había sucedido entre las dos era bueno o malo, solo sabían que ya no podían prescindir de estar juntas y los besos y caricias que intercambiaban les eran tan necesarias como respirar. Amytis y Kindara no habían conocido a varón alguno, pero a partir el aquel momento ya ambas eran amantes en cuerpo y alma.

Kindara miró a su ama con interrogación no exenta de angustia y su ama captó el mensaje de sus ojos . Alargó la mano para acariciar la mano de la esclava y tranquilizarla. Nadie podía oírlas, todas las demás mujeres hablaban entre sí, reían y comentaban la inesperada visita el emisario de tierras lejanas y entonces comprendió que no podía dejarla.

.- No te preocupes pequeña.- le dijo en voz baja.- Tu vendrás conmigo a Susa. Ciro será mi marido, pero nunca podrá tener mi amor, porque mi amor solo es tuyo.- Y Kindara sonrío confiada, mientras Amytis deslizaba la mano bajo su túnica blanca y acariciaba el cabello suave y ensortijado de su pubis en flor.

La estancia estaba tan cargada de perfumes diversos que el aire era casi irrespirable, la princesa ordenó a las demás mujeres que abriesen las ventanas y el aullido del viento de las montañas hizo que nadie pudiera escuchar los gemidos de placer de la joven esclava, que acurrucada a su lado parecía dormida.

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Gloria Corrons
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