Godofredo, La Locura (Los Visigodos) 460 d.C.

G O D O F R E D O, La Locura

Los Visigodos, 460 d.C.

us hijos habían nacido allí, en un clima mucho más suave y una tierra más luminosa y pródiga. En aquel lugar todo era diferente, los bosques, los pájaros y también la época de la siembra y de la recolección. Los usos eran otros y otro también el ritmo de vida. Se daba cuenta de que todo lo nuevo que obtenían y lo antiguo que perdían en la nueva tierra les iba alejando de sus costumbres y que ya no eran el pueblo austero y melancólico que vivía en las orillas del Danubio.

Godofredo y su familia formaban parte del ejército de ocupación visigodo en la Península Ibérica y aunque vivían unidos a los hispanos, que constituían la mayoría de la población del país, ambos pueblos estaban separados por profundos odios. En su calidad de vencedores, los visigodos se repartieron las mejores tierras, quedando la tercera parte para los nativos.

Los propietarios indígenas debían albergar en cada finca a una familia goda, que pasaba a beneficiarse de los frutos de los dos tercios de los campos de labor, y esto, sobre todo en un tiempo de decadencia económica, provocaba grandes recelos por parte de los vencidos. Además, y como casi todos los pueblos de raza germánica, ellos eran seguidores de las doctrinas de Arrio, mientras que el resto de la población era católica, lo que aumentaba la intransigencia y la separación, pero tampoco el pueblo visigodo pretendía modificar los hábitos de los indígenas del país, que conservaron sus costumbres.

Aunque al invadir Hispania se habían encontrado con una civilización decadente, los invasores eran conscientes de que la cultura hispana era muy superior a la suya por esta razón y aunque fomentando un dualismo de religión y de raza, iban trasformando poco a poco sus usos y modo de vida asemejándola a la de ellos y sus hijos nacidos orillas del Mediterráneo se habían habituado pronto al lujo y a una vida más alegre, pero Godofredo seguía recordando con nostalgia las tierras del Norte, especialmente desde que había muerto su esposa Segismunda, hacía solamente dos meses.

Solía visitar con frecuencia el cementerio donde estaba enterrada y aunque iba solo, siempre estaba acompañado de sus recuerdos. Caminaba taciturno entre las sepulturas que se alineaban en las calles, algunas excavadas simplemente en tierra y otras revestidas de obra de albañilería, para detenerse delante de la gran losa de piedra que cubría la tumba de su esposa donde permanecía largo rato perdiendo la noción del tiempo.

Recordaba que habían colocado su robusto cuerpo dentro de un ataúd de madera, en decúbito y mirando al sol naciente, como era la costumbre entre los pueblos godos, él mismo había cruzado sus brazos sobre el amplio pecho que había amamantado a sus seis hijos y lo había cubierto de joyas, que simbolizaban todo el amor que sentía hacia ella en conmovedora ofrenda. Las mismas alhajas con las que su familia había atravesado el Danubio.

El trato continuado con los romanos había hecho de los visigodos, uno de los pueblos germánicos más civilizados, Godofredo era un noble culto, con innatas dotes de mando, era también justo y recto en sus costumbres, por cuyas cualidades era muy querido por los suyos, por eso su inmensa tristeza preocupaba a sus hijos que intentaban distraerle y hacerle olvidar el recuerdo de su perdida esposa, pero Godofredo no quería olvidarla y se refugiaba en el solitario cementerio para estar a solas con sus propios pensamientos.

Recordaba a Segismunda antes de su penosa enfermedad que había minado su salud poco a poco, cuando aún tenía las mejillas carnosas y sonrosadas. Le gustaba abrazar el robusto cuerpo de matrona germana, envuelto en una amplia túnica talar que solía cubrir con una larga estola de lino blanco extendida desde el lado derecho del hombro al lado izquierdo dejando al descubierto sus grandes y exuberantes pechos. Entre ellos él había recostado muchas veces su cabeza, no ya en busca de la pasión de la amante, sino de la ternura de la madre desaparecida hacía tiempo. Y ahora sin el calor del pecho de su amada, se sentía como un niño perdido. 

Su pueblo había dejado de ser nómada al aposentase en las riberas mediterráneas, pero él sentía deseos de volver a su país de nacimiento y revivir entre los brumosos parajes del norte de Europa los días de su juventud, cuando conoció a Segismunda. Aunque sabía que ella ya no estaría allí para esperarle y nada sería como antes, porque Segimunda había partido a ese extraño país de donde dicen nunca se regresa, pero entonces… ¿por qué la sentía siempre tan cerca de él y su presencia llenaba todos sus pensamientos? No podía evitar sentir que sin ella la vida no merecía la penas ser vivida y su amargura era cada día mayor, a pesar de los esfuerzos de sus hijos y de sus amigos.

El invierno estaba próximo y comenzaba a hacer frío, un manto de pieles cubría su corta túnica ceñida al talle por un cinturón rematado por una recia hebilla de oro macizo, que servía también para sujetar los largos calzones que protegían sus piernas. Su larga cabellera color de trigo se confundía con su también larga y espesa barba. Aunque ya no era joven, Godofredo conservaba la esbeltez y la fortaleza física de sus años jóvenes y puesto que los matrimonios entre individuos de distinta religión estaban prohibidos por las leyes de la Iglesia, más de una hispanorromana al verle, había deseado pertenecer al pueblo invasor para poder desposarle y consolarle en su dolor.

Pero Godofredo no pensaba en mujer alguna que no fuese la que había perdido, y así, sumido en profunda tristeza pasaron los días uno tras otro y estos pronto se convirtieron en meses y después en años.

El noble visigodo envejeció rápidamente en  aquella soledad auto impuesta, a la que nadie, excepto sus recuerdos tenía acceso, y poco a poco dejó de interesarse por las cosas materiales. Sus hijos fueron casándose y él repartió entre todas las viñas, las huertas, los olivares, los campos de cereales, y todos los demás bienes acumulados de la explotación de las tierras a los hispanos. Después se hizo construir una pequeña casita cerca del cementerio y delante de la tumba de su esposa pasaba la mayor parte del día.

Al principio sus hijos iban a visitarle a menudo e intentaban devolverlo a la realidad, pero poco a poco se dieron cuenta de que su padre hacía ya mucho tiempo que no deseaba vivir en el mundo real y espaciaron sus visitas en vista de la inutilidad de sus esfuerzos. Godofredo llegó a obsesionarse de tal forma con el recuerdo de su esposa muerta, que comenzó a hablar imaginariamente con ella a todas horas como si aún estuviese viva, hasta que todo el mundo acabó por creerle loco y sus hijos dejaron de visitarle definitivamente.

Una noche el cielo se llenó de resplandores de tormenta. Godofredo se despertó con el estruendo de los truenos y en su demencia, le pareció que era su amada Segismunda que lo llamaba con su voz recia y sonora. Se levantó con rapidez y olvidándose incluso de protegerse de la lluvia que caía a torrentes salió de su casa.

Con pasos vacilantes atravesó la escasa distancia que lo separaba del cementerio y se dirigió ansiosamente al lugar de la tumba de su amada, en aquel instante otro trueno más cercano pareció estremecer la tierra hasta sus más profundos cimientos y a su mente enferma le pareció escuchar la siguiente suplica dirigida a él, en la voz de Segimunda:

.- Godofredo, esposo mío, estoy encerrada en esta lúgubre fosa desde hace tanto tiempo… deseo volver a ver la luz del sol y el resplandor de la luna y de las estrellas… deseo embriagarme de nuevo con las esencias de las flores y escuchar el canto de los pájaros en el bosque, pero sobre todo, lo que más deseo, es volverme a mirar en tus azules ojos, que son una réplica exacta de los ojos de todos mis hijos, a los que tanto añoro… Godofredo, por piedad, aparta esta pesada losa que me impide salir de aquí y libérame de este encierro que sufro desde hace años

Los relámpagos seguían iluminando el horizonte y Godofredo confundió los truenos, que cada vez se escuchaban con más frecuencia, con los intermitentes sollozos de su esposa. Sin pensarlo ni un minuto y preso de una enfermiza desesperación, intentó apartar la piedra que cubría la sepultura. Pero, aunque era un hombre fuerte, nunca hubiera podido lograrlo si la misma ansiedad no hubiese prestado una inusitada fuerza a sus brazos.

Tardó bastante rato en conseguir su propósito, el sudor del esfuerzo se mezcló con la lluvia y resbaló por su rostro surcado de arrugas que la amargura había ido marcando durante tantos años de sufrimiento.

Al fin la piedra cedió y Godofredo vio de nuevo frente a sí el ataúd de madera que encerraba el cuerpo de su esposa. Los truenos parecían haber enmudecido de repente y en medio de aquella calma inesperada se dio cuenta con terror que la caja estaba abierta. Entonces vio sus manos, intactas, blancas como el mármol, que se agarraban aún crispadas sobre la tapa carcomida y descubrió de repente el porqué de su incapacidad de resignarse ante la evidencia de la muerte. ¡Aquel espíritu atormentado lo había perseguido día y noche trasmitiéndole toda su angustia y toda su desesperación, porque…y entonces lo comprendió con horror…! Segismunda había sido enterrada viva! Y aquel descubrimiento que podía haber enloquecido a un cuerdo, hizo que su mente recuperarse la lucidez perdida.

Gloria Corrons
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