Kocuskee, El Odio
Aborigenes, Australia 1795 d.C
El frondoso bosque de eucalipto se alzaba como un ejército de silenciosos y erguidos gigantes, en cuyas ramas se adormecen los koalas después de haber comido glotonamente sus hojas durante el día. Era tal la grandiosidad de aquellos árboles que hasta las montañas parecían postrarse sumisamente ante ellos como reconociendo su absoluta soberanía. En la isla de Tasmania, perdida en el extremo del vasto continente australiano, los montes no eran orgullosos y se mantenían inclinados bajo la hermosa constelación de la Cruz del Sur que brillaba en el cielo como la reina de todas las estrellas. Hacía ya rato que se había callado el riente grito de la Kokaburra y los demás animales del bosque también dormían plácidamente el sueño de la noche.
Koscukee no podía dormir y había salido de su choza para escuchar el suave sonido de las olas del mar. La marea descubría entonces todos los secretos ocultos durante el día y él los contemplaba ahora, tendido en la playa jugando con la arena, iluminados por la luna, cada grano brillaba en la palma de su mano como una perla
Sobre la morena piel de su torso desnudo, el hechicero de la tribu había pintado unos extraños dibujos adornados con pétalos de flores y plumas de pájaros, utilizando para hacerlo conchas afiladas. Los brillantes colores habían sido extraídos de pigmentos de la misma tierra. Las pinturas simbolizaban una manada de canguros perseguidos por los hombres y Koscukee se sentía orgulloso de ellas, porque creía que detrás de cada imagen trazada sobre su piel se escondía el triunfo del cazador sobre el animal.
La cacería que se iniciaría a la mañana siguiente y en la que todos los componentes de la tribu tomarían parte, le excitaba hasta el punto de robarle el sueño. Las manadas de canguros que proliferaban en gran número por los bosques de Tasmania eran su principal fuente de alimento, los mataban no por placer, sino simplemente para subsistir y aunque había participado antes en muchas otras cacerías, aquella noche se sentía extrañamente inquieto.
Por eso tendido en la larga playa, mostraba sus pinturas mágicas a Aquel que habita en lo más alto, Aquel que, según las creencias ancestrales de su pueblo, creó sobre la lisa superficie de la Tierra todos los mares y los montes, todos los bosques y los ríos, todas las estrellas, el sol y también la luna… y Koscukee, desnudo sobre la arena y envuelto en la tibia brisa del hemisferio sur, imploraba la protección del gran gigante del Universo por mediación de la magia de sus dibujos.
Koscukee nunca había salido de su tierra, solo conocía sus queridos bosques de eucaliptos de más de 500 especies diferentes y los amaba. También amaba las hermosas flores que poblaban la exuberante vegetación de sus montañas y los exóticos animales que las habitaban. Su amor se extendía también a las azules aguas del mar, bajo cuyas olas se arremolinaban mil peces multicolores y enormes bancos de rojo coral y llegaba en su grandiosidad hasta el sol, la luna y todas las constelaciones que velaban sus días y sus noches.
Vivía tranquilo sin que su tranquilidad se viera perturbada por las desigualdades, porque la tierra y el mar proveían a él y a los suyos de todo lo necesario. Ignorante de las comodidades tan necesarias para gentes de otros continentes, era feliz no sabiendo el uso que de ellas hacían y en consecuencia no conocía la crueldad, ni la venganza, ni el odio y se sentía unido a sus padres y hermanos y a todo el resto de la tribu por el mismo amor que le unía hacia todo lo que le rodeaba y llenaba su vida y como ellos, vivía en una apretada armonía con la naturaleza.
atew Flinders era británico y como todos los británicos poseía ese rasgo esencial del carácter inglés que consiste en una confianza natural en la vida, probablemente genética. Matew Flinders estaba convencido de que Dios había puesto a los ingleses en el mundo como prototipo para dar a los hombres la paz, la justicia y la libertad y como buen componente de su raza, estaba convencido de que solo los anglosajones podían representar aquel papel.
Quizás como herencia de sus antepasados escandinavos, marinos y piratas, y por la gran extensión de las costas inglesas, el amor al mar y a las aventuras marcó su vida. Solía jugar imaginándose a sí mismo capitaneando un barco y explorando tierras lejanas y desconocidas. En cuanto llegó a la adolescencia, aquellos sueños infantiles fueron tomando fuerza en su imaginación, de tal forma, que ya en plena juventud estaba convencido de que el deseo de Dios era asegurar la dominación de la raza anglosajona en el universo y el único medio de vivir de acuerdo con Dios era ensanchar el territorio sobre el cual reinaban los ingleses.
Fiel a su deseo, con el tiempo llegó a convertirse en marino y después en explorador. Su afán era descubrir nuevas tierras para incorporarlas a la corona inglesa y es fue la principal motivación de sus viajes. Y así, con el impulso de sus sueños de niño dando velocidad a las velas de su nave, llegó hasta el quinto continente de la Tierra, a quien puso por nombre Australia inspirándose en estar situado en el Sur del hemisferio austral. Era el año 1795.
Después de explorar el territorio donde 7 años atrás habían sido desembarcados los primeros penados británicos, navegó también alrededor de Tasmania, demostrando que se trataba de una isla y no de una continuación del gran continente y aquella tierra le fascinó hasta el punto de tentarle a abandonar sus sueños y ambiciones y quedarse a vivir en ella para siempre.
Aquella misma noche, mientras Koscukee se entregaba a sus cavilaciones e imploraba seguridad a las gigantescas fuerzas el Universo, Matew, en el interior de barco anclado en las playas de Tasmania, se dedicaba al estudio del nuevo paradójico animal que acababa de descubrir…
.- Es la criatura más fascinante que se pueda imaginar Peter, nunca has visto nada igual, es una mezcla de reptil y pájaro y solo puede estar en el agua unos pocos minutos.- mientras hablaba, su mano intentaba esbozar gráficamente sus palabras representando con el lápiz la forma de aquel curioso ser, que poco a poco parecía ir cobrando vida en el papel.- Sus órganos son un mar de contradicciones.- continuó.- Su corazón es el de un mamífero, pero su aparato reproductor es idéntico a los de un reptil. Alimenta a sus crías con leche, pero como no tiene mamas ellos la obtienen succionando a través de los poros de su piel.
. – ¿Cómo podríamos llamarle? – preguntó su segundo de abordo.
. – Esa forma de pensar es típica en ti, mi querido Peter, siempre te preocupas por la forma que por el fondo… ¿qué más da el nombre?, yo estoy demasiado sorprendido por el hallazgo para preocuparme de su bautizo. –
. – ¿Qué te parece Platypus? – continuó el otro haciendo caso omiso de las palabras de su superior. – Éste será el más fantástico hallazgo entre los muchos marsupiales y diferentes especies de serpientes papagayos y loros de coloridas plumas, que hemos encontrados hasta el momento. –
El capitán no parecía haber prestado más atención al nuevo nombre, que Peter a su revolucionario descubrimiento.
. – Si, la isla es maravillosa, el único problema es otro tipo de fauna a la que deberíamos exterminar si queremos considerarla como el más idílico paraíso aportado a la corona inglesa. –
Abandonando sus apuntes, Matew Flinders miró al hombre que acababa de intervenir, le llamaban el holandés, ya que ésta era la patria de sus antepasados y era su segundo de abordo. Reflexionó sobre sus palabras que rezumaban odio y pensó que no era el único tripulante del barco en sentirlo, esto le preocupaba… como buen inglés, la guerra no era un placer para él, el desdén por el extranjero, fuera del color que fuera, era un sentimiento más fuerte que el odio hacia su enemigo.
Estuviese donde estuviese seguiría siendo inglés. No pediría a los nativos de aquella isla que adoptaran sus costumbres y el jamás adaptaría las de ellos. No se sentía misionero ni conquistador. Los indígenas seguirían siendo indígenas y los extranjeros, extranjeros, todo a una cómoda distancia para él.
Encendió su pipa con estudiada lentitud y dio un sorbo a la cerveza que le esperaba encima de la mesa alrededor de la cual los tres altos cargos de la nave se hallaban reunidos, pero en realidad su serenidad era solo aparente porque de pronto y tras aquel comentario, se sentía extrañamente inquieto.
En la espesura de la selva, el demonio de Tasmania, un feroz animal, llamado así por su fealdad, también presentía algo incierto en la tranquila noche de la isla. Sus patas exageradamente cortas en un cuerpo de escaso tamaño se aferraban fuertemente al suelo y sus pequeños ojos encubiertos de grueso pelo oscuro, parecían escudriñar el horizonte con malignidad, mientras sus pequeñas orejas estaban al acecho de cualquier ruido extraño que pudiera representar una amenaza.
Al clarear el día, el barco navegaba de nuevo bordeando la playa. La tierra era baja y llana, con muy pocas montañas salpicadas de espléndidos bosques y a lo lejos se divisaban grandes valles y llanos de tierra arenosa.
Ya era bien entrada la mañana cuando en ambas puntas de una gran bahía divisaron unos cuantos nativos y algunas cabañas. Eran casuchas humildes y pequeñas, construidas con palos, corteza, hierba y otros materiales.
En la playa había un reducido grupo de mujeres, ancianos y niños, eran de estatura media y cuerpo esbelto y algunos tenían los cabellos lacios y otros rizados, pero todos iban completamente desnudos y su piel negra como el hollín relucía al sol como si fuese de ébano. Las mujeres llevaban a modo de adorno collares de conchas, pulseras o aretes ciñendo la parte superior de los brazos y los hombres, pendientes en las orejas y un hueso atravesando de parte a parte el tabique nasal. Muchos tenían el cuerpo y la cara pintados con una especie de pigmento blanco y negro en caprichosas formas. No eran muy numerosos y no parecían agresivos. Sus canoas estaban tumbadas sobre la arena, debían de tener 14 pies de largo y estaban hechas con trozos de corteza de árbol.
Matew Flinders y unos cincuenta hombres se dirigieron a la orilla en sus botes dispuestos a parlamentar con ellos. Ya en tierra firme, observaron con cautela los alrededores, la playa parecía extrañamente desierta. De pronto una piedra lanzada desde un lugar desconocido pasó rozando la cabeza del capitán y varias pedradas más surgiendo de aquí y de allá, hirieron levemente a unos cuantos hombres. Ante semejante recibimiento el marino descargó su mosquetón al aire para intimidarles. El holandés, farfulló mientras intentaba limpiar la sangre que manaba de su brazo.
. – Son como bestias salvajes, deberíamos exterminarlos a todos. –
Matew Flinders intentó calmarle.
. – Su reacción es natural, están asustados, nunca habrán visto un barco de semejantes dimensiones, ni hombres de piel blanca como nosotros. – Entonces los vieron venir a lo lejos, eran unos 300 aborígenes que corrían confundidos con la manada de canguros a los que perseguían.
Todo fue muy rápido, en cuanto estuvieron a su alcance, el segundo de abordo no esperó las órdenes del capitán y comenzó a disparar, en vano éste intentó detener al resto de sus hombres que ya habían comenzado también a cargar contra ellos. Los nativos no tenían más armas defensivas que sus dardos y sus flechas hechas de púas de dientes de tiburón y su única defensa eran simples escudos de madera, intentaron defenderse inútilmente del inesperado ataque y aunque eran sumamente hábiles y habían sido entrenados para la caza, la enorme cantidad de municiones que les llovía por todas partes le dejaron aturdidos y sin capacidad de reacción. Algunos afortunados consiguieron huir, pero la mayoría de ellos fueron cayendo unos tras otro, dejando sus vidas a orillas del mar.
Cuando el sol ya comenzaba a declinar, Matew Flinders de nuevo a bordo de su barco intentaba recobrar la serenidad perdida.
. – Fue un desgraciado accidente. – se lamentaba Peter Crowell que había sido el primero en disparar.- Demasiado tarde me di cuenta de que no venían a atacarnos sino que se trataba de una cacería de canguros… solo hice fuego para salvarnos de lo que yo creí una muerte cierta.
Matew Flinders, escuchaba en silencio las disculpas y explicaciones de la tripulación. En realidad, no sentía ningún especial sentimiento de compasión por los aborígenes muertos en la playa, pero era un hombre inteligente y comprendía que los nativos no olvidarían fácilmente la matanza y de que aquel incidente sería el principio de una larga lucha de sangre y de venganza. Había tomado una decisión.
. – Señores. – dijo escuetamente. – nadie deberá contar jamás lo que aquí ha sucedido hoy.- y añadió mirándoles a todos fijamente a los ojos.- A riesgo de su vida.-
Se daba cuenta exacta de la magnitud de aquel suceso aparentemente insignificante y también de la importancia de que nadie llegase a saber nunca que, en realidad, era el odio y no el miedo lo que había impulsado a sus hombres disparar.
Mientras tanto el mar indiferente a lo sucedido seguía batiendo sus olas con suavidad, cubriendo de blanca espuma la negrura de los cuerpos inertes de los nativos y las mágicas pinturas de caza de Koscukee se diluían poco a poco en su piel, lamidas por las aguas del mar.
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