
Los locos bailan bajo la luna y a veces a medio día
Antes, en otros tiempos que algunos llaman mejores, en cada pueblo que se preciase, para saber qué era lo bueno y en ello estar todos de acuerdo, se precisaba que hubiera un loco: el loco del pueblo.
Se precisaba la locura para afirmar la cordura, y para que hubiera respeto mutuo era obligado, a diario, burlarse de ese loco: del loco del pueblo.
Era el bufón de todos, recibía desprecio y comida, copas gratis en el bar y zancadillas.
Del loco se burlaban los necios, pero solo hasta que reía, y nunca le miraban a los ojos.
De sus ojos y su risa se guardaban todos, del aparcero hasta el alcalde. Al loco le temían incluso el policía y el general, y el cura del pueblo se dice que evitaba rozar su sombra.
Nadie se quedaba solo junto al loco del pueblo. No era prudente. Nadie sabía por qué ni qué pasaría de estar a solas con un loco; simplemente era de sentido común no hacerlo, y solo pensar en ello asustaba.
Solo, a veces, el maestro de escuela, en un acto de valor, le seguía a solas, aunque guardando distancia. Creía poder aprender del loco lo que los libros callaban: los saberes olvidados y algunos secretos proscritos por la doctrina y la fe.
Al loco lo deseaban en silencio las mujeres del pueblo. Soñaban escapar con él y gozar del placer que les negaban sus maridos. Muchas lo imaginaban mientras eran inseminadas como ganado, para dar al niño que lloraba en la cuna anual relevo.
Muchos le envidiaban porque no trabajaba y porque, aunque nunca lo vieron bailar en la fiesta patronal cuando la orquesta tocaba, el resto del año se le veía danzando bajo la luna, o incluso al mediodía.
Y lo llamaban cobarde por no haber ido a luchar como habían hecho los jóvenes del pueblo en la gran guerra. Aunque lo cierto es que a él nunca lo llamaron a filas. Nunca reclutaron al loco para ir a la guerra. No ganó honores en el frente, como tantos que cambiaron medallas por muñones, pesadillas culposas y recuerdos de amigos muertos.
El honor, el buen nombre, el respeto y todas las cosas buenas que el cura predicaba a las gentes del pueblo, cuando los reunía en invierno en la ermita, le eran ajenas al loco. Esos días helados en que era fácil reunir a los gentiles frente al altar, pues en misa compartían el calor además de la doctrina… Esas cosas buenas que se decían ahí le eran ajenas al loco, al loco del pueblo. Incluso ese calor le faltaba al loco. No había lugar para el loco en el templo. Incluso la Navidad, para él, solo era otra solitaria, oscura y fría noche bajo las estrellas.
Nadie quería acompañar al loco en su soledad. Por eso se reunían y por eso estaban de acuerdo todos en qué era lo bueno, y sobre en qué consistía eso de estar cuerdo. Por eso no le miraban a los ojos. En ellos habitaban la duda del cura, la ignorancia del maestro, el temor del policía, el deseo de las mujeres, la ausencia de valor de medallas… y se veía falsa toda autoridad.
Dicen que eran tiempos mejores. Yo no sé. De hecho, no lo creo.
Pero aun así, si algo echo en falta de esos tiempos, es a los locos, a los locos del pueblo.
Sé que están ahí, invisibles. No se distinguen, pues ya no son una amenaza. Por eso los extraño. No porque no estén; lo que quisiera es verlos.
Hoy eso es difícil, pues ya nadie está de acuerdo sobre qué cosa es o en qué consiste eso de estar cuerdo. De hecho, nadie está ya de acuerdo en nada, y así, las cosas absurdas se multiplican. Todo parece haber enloquecido y, sin embargo, todo es tan absurdamente cuerdo, tan pesadamente denso, que echo en falta como nunca a esos locos, a los locos del pueblo…
Y por eso, muchas veces salgo de noche a bailar bajo la luna. A veces, incluso bailo a mediodía… y procuro caminar solo, tan solo como hacían ellos. Pues creo que haciendo esas cosas podré, algún día, encontrarlos. Y ver disolverse el mundo en su mirada, y reír como solo ellos pueden, como solo ellos saben reír.
Leave a Reply