Maria Antonieta, La Compasión

Francia 1789 d.C.

Las mujeres de París habían invadido el Ayuntamiento y pedían a gritos pan y justicia. Allí estaban todas las lavanderas, verduleras y pescaderas de la ciudad, corriendo sin rumbo a lo largo de los pasillos como enloquecidas, mientras las campanas tocaban a rebato. Nada ni nadie podía detenerlas, juntas eran una fuerza invencible y así se sentían, saboreando por fin la irracional embriaguez del triunfo. Ninguna bayoneta por muy disciplinada que fuese podía clavarse en el pecho de una débil mujer clamando desesperadamente por el pan de sus hijos. Era una mañana del  5 de octubre del año 1789.

Una mujer joven irrumpió en un cuerpo de guardia y se apoderó de un tambor. Pronto se mezclaron entre la muchedumbre algunos hombres disfrazados que dirigieron al río mugiente y anárquico de mujeres.

Sin saber cómo apareció allí un jefe que formó un ejército sobre la desordenada y espontánea masa y entre la confusión general alguien impuso su voz a todas las demás: ¡a Versalles! – gritó e inmediatamente contestaron miles de voces: ¡a Versalles!

Se apoderaron de picas, pistolas y hasta dos cañones que engancharon a dos caballos. Sobre uno de ellos, se sentó una mujer muy hermosa a la que sus compañeras adornaron con las cintas de los colores de la bandera del pueblo mientras cantaban y bailaban a su alrededor. La muchacha subida al caballo parecía una reina entre todos.

La extraña y sobrecogedora comitiva emprendió el rumbo a Versalles y a medida que pasaban por los barrios de París se unían a ella nuevos grupos vociferantes y enardecidos. De repente comenzó a llover, las ropas de todos se empaparon, la lluvia borró los caminos y las patas de los caballos se hundieron en el barro, pero nada de esto pareció disminuir su decisión de avanzar y su entusiasmo.

n el interior del Palacio, Luis XVI vacilaba, como había hecho durante toda su vida mirando a la reina con ojos angustiados. Era un hombre sencillo y laborioso que carecía de decisión y a quien el destino le había gastado la terrible broma de ser rey. Siempre se había dejado conducir por una camarilla de cortesanos capitaneados por su mujer, la bella austriaca, cuyo carácter espontáneo y alegre pero irresponsable, no eras perdonado por el pueblo de Francia y por primera vez no hallaba respuesta en los hermosos ojos azules de su esposa.

María Antonieta se mordía los labios con ansiedad, paseando inquieta por los amplios y lujosos salones repletos de nobles agitados. Su  complicado peinado levantado sobre un postizo introducido entre los mechones del cabello dejaba despejada la blanca nuca y a ambos lados de su rostro caían escalonados unos bucles empolvados que se balanceaban en su constante ir y venir contra sus mejillas.

Aunque no era una verdadera belleza poseía un atractivo natural que la hacía sumamente deseable y hermosa. Una especie de magnetismo especial que nacía de sus propias contradicciones: podía ser la más entrañable madre de familia, la más altiva de las reinas, la más tierna de las enamoradas y la más inconsciente de las adolescentes. Podía despertar toda clase de sentimientos, menos uno: la indiferencia. Amada por su esposo sus hijos y sus amigos, odiada por su pueblo que no la conocía y a quien ella tampoco había querido conocer.

La criatura la más humana e indefensa y a la vez más egoísta y salvaje. Todo bajo una piel suave como la seda y blanca como la nieve, cubierta por brocados adornados con perlas y con flores.

Los ministros más arriesgados aconsejaban al rey enfrentarse con las masas vociferantes que se acercaban a Palacio y los más prudentes huir de inmediato. Pero éste no acababa de decidirse.

Mientras, en el patio de armas, los caballos piafaban de impaciencia enganchados a las a las carrozas, y los lacayos esperaban sus órdenes para partir.

Una larga hora después llegaba al Palacio la guardia nacional, con su comandante el general Lafayette al frente. Este había intentado impedir la partida de la multitud hacia Versalles, pero sus soldados no le obedecieron. Ahora cabalgaba sombrío en su caballo blanco detrás de la banda de mujeres de la revolución, intentando inútilmente dirigir con la razón, la pasión de los elementos desenfrenados.

Al oírlos, el rey respiró. aliviado. Las fuerzas armadas de la nación llegaban para protegerlo. Como siempre  había dejado que los acontecimientos fueran a su encuentro en lugar de ir él en su busca y estos acontecimientos se acercaban implacables en los rostros de miles de mujeres hambrientas, con los zapatos cubiertos del fango del camino, que llegaban mojadas hasta los huesos y tiritando  tras seis horas de marcha. Una multitud andrajosa y sucia, con las faldas echadas sobre la cabeza para protegerse de la lluvia, que, como una ola desbordada, pisoteaba los arriates llenos de delicadas flores de los jardines del palacio de Versalles.

Todos se detuvieron frente al Palacio y comenzaron a gritar enfrente del enorme edificio la consigna que corría de boca en boca. ¡a París con el rey, a París con la reina! –

El soberano se vio obligado a mostrarse en un balcón para dar su consentimiento. La vista del rey aplacó a las masas que cambió su furia por júbilo y vítores, pero cuando apareció la reina con sus dos hijos cogidos de la mano la multitud calló respetuosamente. Su cara, lívida como una muerta en vida, no mostraba ningún gesto de súplica de  ni indulgencia.

Por unos terribles instantes, todos se mantuvieron en silencio esperando lo peor, pero aquella actitud altiva que tantos enemigos le había granjeado durante su reinado, mezclada con la sinceridad de no fingir para obtener clemencia, conquistaron insólitamente a todos los que antes la insultaban que prorrumpieron en nuevos vítores y aclamaciones. La reina había ganado un primer asalto, pero todavía faltaban muchos en la lucha que se había entablado entre ella y el pueblo.

La calma pareció renacer. Ejército y pueblo decidieron acampar en los jardines para pasar allí la noche. La lluvia había cesado. Entre todos encendieron hogueras para calentarse y secar las ropas empapadas, pero aquella tregua era solo aparente y mientras todo parecía haber recuperado la serenidad, los murmullos comenzaban a subir de tono y la guardia que había llegado hasta allí para proteger a la familia real confraternizaba con las masas.

Mientras tanto, unas peligrosas figuras surgidas de no se sabe dónde, comenzaban a deslizarse a largo de las verjas, a la incierta y escasa luz de las linternas de aceite.

Pierre observó que la mujer que había dirigido la comitiva graciosamente subida a uno de los cañones tiritaba de frío. Se acercó a ella y la ayudó a desembarazarse de todas las cintas que unas horas antes brillaban multicolores a la luz del sol y ahora se veían deslucidas y descoloridas, enredadas entre si como mutiles telas de araña. A pesar de su apariencia, la mujer seguía siendo hermosa y su belleza encendía de admiración los ojos del hombre que la miraba.

Pierre estaba seguro de no haberla visto nunca antes, de otro modo jamás hubiese podido olvidar aquella cara. Galantemente le ofreció su capa para cubrirla mientras le decía en tono festivo: Seca tus ropas al lado del fuego compañera y abrígate, pues la noche es fría.

Mireille le miró con gratitud y aceptó el abrigo que le ofrecía. Le gustaba el rostro de aquel hombre, tenía una mirada noble y limpia que inspiraba confianza. Desde muy niña estaba acostumbrada a despertar la admiración de los demás y lo aceptaba como algo natural, pero en aquellos momentos no sentía deseos de que él se deslumbrase por su físico como los otros. Le hubiera gustado que también la encontrase hermosa por dentro, porque intuía que aquel hombre era diferente a todos y deseaba agradarle de una manera distinta.

Se sentaron junto a la hoguera y comenzaron la aventura de aquel encuentro. A su alrededor se oían los gritos del populacho y de los soldados que  alborotaban y reía a su alrededor, habían dejado a un lado sus fusiles y bebían todos juntos, para calentar sus cuerpos y alegrar sus almas.

Pierre y Mireille eran jóvenes y ambos habían sufrido la injusticia de haber nacido en una época que favorecía únicamente a los ricos y sumía a los pobres en la más espantosa miseria. Los dos tenían también los mismos sueños, las mismas aspiraciones y metas…

Estuvieron hablando durante horas a pesar del cansancio descubriendo cuantas cosas tenían en común e intentando compensar con sus palabras todos los años que habían tardado en llegar a conocerse…  – Nuestra desgracia está a punto de acabar. – decía él con la esperanza reflejada en sus ojos. – el general Lafayette  ha convencido al rey para que venga con nosotros a París. Entonces las reformas que el pueblo ha planeado serán puestas en práctica y todos seremos iguales, libres y felices.

Ella le miraba con la misma esperanza brillando en sus ojos, soñando también con un futuro que inesperadamente veía unido a aquel hombre que acababa de conocer. Un futuro sin hambre, sin vejaciones, sin tristeza, un futuro lleno de amor y de prosperidad.

Después de varias horas, exhaustos pero felices, se durmieron estrechamente abrazados, al lado de las brasas humeantes como si, ahora que se habían encontrado, no quisieran dejarse escapar. Ya entrada la noche los despertaron los gritos de un grupo de hombres y mujeres armados con picas, que habiendo descubierto una verja que se había quedado sin vigilancia animaban a todos a penetrar en Palacio… Habían corrido rumores de que los reyes iban a escapar durante la noche. La furia y el odio se redoblaron, era necesario capturar al rey y a la reina… Debían conducirlos ellos mismos a París…

Como un solo cuerpo la multitud les siguió sin vacilar. Los primeros que llegaron a las graderías de mármol dieron muerte a los guardias reales que les cerraban el paso y ensartaron sus cabezas en sus picas como trofeo. A la vista de la sangre la multitud pareció enloquecer como una fiera hambrienta que captura a su presa y una vez en el interior del Palacio recorrieron una tras otra  las espléndidas salas hasta llegar a la habitación de la odiada reina. Pierre y Mireille estaban entre ellos. Ya no eran dos enamorados llenos de ternura, sino dos animales salvajes luchando por sobrevivir.

aría Antonieta de Francia escuchaba aterrorizada los alaridos de la multitud que se oían cada vez más cerca de sus habitaciones. Con manos torpes intentaba colocar sobre su camisa de dormir el traje que llevara puesto aquella misma tarde para divertirse con sus amigos en la villa de recreo del Petit Trianon, su doncella intentaba ayudarla, pero tampoco sus manos le respondían. A duras penas pudo abrochar el corchete que aseguraba bajo el pecho el escotado corpiño, dejando la cotilla abandonada sobre la cama, con lo que la falda quedaba sin soporte y la soberana debía aguantarla con la mano mientras caminaba descalza, porque ni siquiera tuvo tiempo de ponerse medias ni zapatos. Después la doncella  cubrió a toda prisa sus hombros con una pañoleta de encaje en el mismo momento en las hordas invadían las habitaciones reales.

La primera en entrar fue Mireille que ágilmente se había adelantado mucho a los demás blandiendo un fusil. Ante ella se hallaba la odiada austríaca, la mujer que tenía

 más de lo que necesitaba a costa de su propia miseria y la de los suyos. Le hubiera gustado ver correr su sangre para demostrarles a todos que no era azul, sino

roja  que el de su propia sangre de campesina. Todo su futuro y su felicidad estaban en juego. Sus dedos apretaron con fuerza el gatillo dispuesto a presionarlo pero

 ante sí solo  vio a una pobre mujer asustada que la miraba suplicante con

  los ojos

 llenos de lágrimas,

 y algo muy parecido a la piedad se apoderó de ella, trocando su furor en lástima. Fue solo un segundo, el necesario para que la reina pudiera desaparecer la habitación tras una puerta secreta que se cerró rápidamente detrás de ella.

Mireille se quedó aturdida en medio de la lujosa estancia, Pierre ya se encontraba a su lado junto a los demás y ella le miró con amor… quizás aquel sentimiento que había penetrado en su corazón era tan grande que lo había enternecido concediendo el regalo de la vida a la odiada austriaca, pero nadie debía saber nunca que en sus manos había estado el destino de la reina y que ella había preferido salvarla.

Cogiendo fuertemente del brazo a su compañero sintió que aquella misma noche María Antonieta había sido sentenciada a muerte, y que a partir de aquel momento ella comenzaba a vivir.

Gloria Corrons
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