Yaga, La Sumisión
Los Eslavos, Costa del Mar Baltico, 800 d.C.
En medio de una frondosa selva se elevaba un recinto triangular con tres grandes puertas en cada uno de los ángulos, dos de ellas siempre abiertas y otra cerrada, mirando al Oriente Tal era la ciudad de Riegost. Allí las casas eran de madera o de piedra y tenían departamentos subterráneos para resguardarse del frío. Había un templo sostenido por pilastras semejantes a cuernos de animales con paredes llenas de imágenes esculpidas por los dioses, cuyas estatuas llevaban yelmo y coraza. El que quería consultar el oráculo llevaba allí sus bueyes y ovejas, las cuales el sacerdote sacrificaba. Después del holocausto, se lanzaban a los aires pequeños trozos de madera, con un lado blanco y otro negro, considerándose de buen augurio si caían por el lado blanco, porque este significaba la glorioso y favorable y el negro lo cruel y peligroso, la luz y las tinieblas simbolizan el bien y el mal. También las divinidades eran blancas y negras, aquella benéficas y las otras malignas.
Bielborg, dios blanco de frente serena y faz radiante, tenía allí su culto, llevaba un cuerno en la mano, que en los días solemnes se llenaba de vino para adivinar si sería mala o buena la cosecha; si el licor no disminuía el pronóstico era favorable y entonces el sacerdote bebía el resto a la salud del pueblo.
Aquella tarde a sus pies, iba a celebrarse una ceremonia nupcial y Bieldorg con sus cuatro caras vueltas a cada zona del mundo y la espada en la cintura parecía esperar impacientemente a los futuros desposados.También Yaga esperaba el momento de su enlace. Estaba sentada en un banco de madera, en medio de una amplia y oscura estancia, frente al fuego, el velo nupcial que la cubría no era suficiente abrigo para el crudo invierno de aquella región cercana al mar Báltico y aunque trepidaban unos leños en el hogar, estos se apagaban lentamente a medida que aumentaba el tiritar de su cuerpo bajo las ropas. Pero Yaga no sentía el frío porque la felicidad calentaba su corazón, se sentía dichosa porque se casaba profundamente enamorada.
La joven recordaba el momento en que fue raptada de la casa de sus padres, en otras épocas hubiera habido una negociación para efectuar el contrato matrimonial, pero los tiempos que corrían eran muy difíciles, la población había aumentado desproporcionadamente y reinaba una gran escasez para todos. Así pues, el compromiso se había dispuesto mediante el rapto, que, según la tradición eslava, era una digna manera de solucionar la falta de dinero para la compra de la esposa.
Durante el tiempo que había permanecido en casa de sus suegros había sido tratada con los honores de un huésped, que era el mejor trato que nadie podía recibir, ya que el pueblo eslavo miraba la hospitalidad como un deber y el forastero obtenía siempre en la mesa los frutos mejores y el pescado más fresco, hasta llegar al punto de que si una familia se negaba a dar asilo a alguien, acudían otros miembros de la tribu a desbastar sus heredades y derribar su casa y cuando alguien no tenía con que honrar a un huésped, podía ir a robar los alimentos y muebles que necesitase sin recibir castigo.
Yaga sabía que nunca sería mejor considerada que entonces, después del matrimonio de convertiría en la víctima de los tiranos domésticos que constituían los maridos de las mujeres de su raza, tendría que trabajar como una bestia de labor en el hogar y en el campo, dormir semi desnuda sobre los ladrillos al lado de la cama matrimonial y seguir el cruel y triste destino de las mujeres de la tribu, arrojándose a la pira en que se quemaba el cuerpo del esposo, en signo de fidelidad y sumisión después de la muerte.
Una mujer entró en la habitación, era robusta y todavía joven pero envejecida por las repetidas maternidades. Con manos firmes y seguras descubrió la cabeza de Yaga del velo que aprisionaba sus largos cabellos, una suave mata de pelo cayó sobre las rodillas de la muchacha cubriéndolas casi por entero y entonces la mujer se acercó con una cuchilla que llevaba en la mano. Poco a poco al contacto del filo de la hoja, los mechones rubios fueron cayendo al suelo hasta formar una alfombra dorada a sus pies.
Cuando la mujer terminó su trabajo, Yaga llevo su mano a su cabellera, pero en su lugar solo halló el frío contacto de su piel desnuda y no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas, porque, aunque sabía que aquello era parte imprescindible del ceremonial previo al casamiento, siempre se había sentido orgullosa de sus largos cabellos y los iba a encontrar mucho a faltar. Después, la mujer volvió a colocarle el velo sobre la cabeza y ambas abandonaron la habitación camino del templo donde las esperaban los invitados a la boda.
Cuando la ceremonia hubo finalizado, Yaga se dispuso a recibir el baño de agua sagrada delante de la imagen de Sieba, diosa del amor y mientras el agua resbalaba por su frente, miró la cabellera de la imagen que constituía su único vestido y la cubría hasta las rodillas y sintió una feroz envidia recordando la suya sacrificada.
Después los novios fueron rociados con granos de trigo y los presentes les ofrendaron manzanas, a las que se atribuían virtudes afrodisíacas y un gallo, como símbolo de fecundidad. Los hombres iban vestidos con pieles de lobos, osos y corderos, martas, ardillas y zorros y las mujeres con túnicas de lana, ceñidas a la cintura con cinturones de cuero con hebillas metálicas.
La danza y la música acompañaron al banquete, la comida había sido deliciosa, Verduras, especialmente coles, ajos y cebollas y carne de buey, todo condimentado con sal, miel y acompañado de cerveza. El plato especial lo constituía una hervida típica a base de cereales y pan de mijo. Después los novios y todos los asistentes comerían una magnifico pastel de bodas. Pero antes de que toda la ceremonia finalizase Yaga debía aún efectuar la última prueba ritual de sumisión al esposo.
Se situó frente a la mesa donde los comensales acababan los últimos manjares y ante la expectación general y con gran humildad, comenzó a descalzar a su marido Yusuf, cuya altura gigantesca y poderosos músculos le hacían el más fuerte de todos los hombres de la tribu, cuando hubo terminado se incorporó y se dirigió a su segundo marido Afaz el más joven, con cara de niño, que tenía la piel suave como una mujer y cuyas mejillas sonrosadas eran todavía imberbes y a continuación le tocó el turno a su tercer marido Salour, el mayor de todos, serio y amigo de pocas palabras, en cuya oscura barba ya comenzaban a aparecer unos cuantas canas y por último se dirigió a Righul el más hermoso, de mirada clara, brillante e inteligente, su marido número cuatro y el hombre al que ella amaba y por el cual bendecía la suerte de haber sido la elegida como esposa común de todos y la madre de los hijos colectivos que de ellos tendría en el futuro.
Y pensó que, aunque quizás algunas madres tenían razón al obedecer las órdenes de degollar a sus hijas al nacer, dado el triste destino que se abría ante los ojos de las mujeres, a ella el amor que sentía le hacía bendecir el haber nacido. Porque una noche de pasión junto a su amado, la compensaría de todas las otras noches que tendría que vivir con los maridos que no amaba.
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